Círculo séptimo, aro segundo.
Mejor no hablar de ciertas cosas.
¡Oh, dioses de la noche!
¡Oh, dioses de las tinieblas, del incesto y del crimen,
de la melancolía y del suicidio!
¡Oh, dioses de las ratas y de las cavernas,
de los murciélagos, de las cucarachas!
¡Oh, violentos, inescrutables dioses
del sueño y de la muerte!
Ernesto Sábato.
Cuando a Borges le preguntaron sobre los suicidios dijo que Hemingway se terminó matando por no ser un gran escritor y que eso lo salvó en parte. También comentó, en otra ocasión, que no había tantos suicidios como debería e invocó un pensamiento de John Donne que hacía alusión a los suicidios justificados; uno de éstos, la muerte de Cristo en la cruz. Bioy Casares, ante la misma pregunta dijo: “En algún tiempo me gustó la idea. Era una elegante forma de terminar con la vida”. Ciertamente –no lo dudo–, Borges ha pensado en el suicidio al igual que tantos grandes escritores, y, al igual que tantos, desistió. ¿Qué hubiera pasado si el escritor más perfecto se hubiera quitado la vida a los cuarenta o cincuenta años? Cuántas cosas le habrían quedado por escribir. Igualmente le faltaron. A todos nos faltan –sin excepción– cosas por hacer y decir. Sabemos que la muerte es tirana, llega y nos toma. ¿Qué sentido tiene entonces vivir más o menos, decir más o menos, escribir mucho o nada en absoluto? Adoramos la incertidumbre, queremos ver qué pasa, ¿no? No queremos saber qué es, sino esperar a que sea.
Yukio Mishima practicó el suicidio ritual, asesorado por un amigo, el 25 de noviembre de 1970 a los cuarenta y cinco años de edad. Murió, y nunca sabremos qué hubiera escrito luego, a los cincuenta, a los sesenta, o a los ochenta. No sabemos siquiera si hubiera seguido escribiendo luego de sus cuarenta y cinco, sólo podemos especular que, a causa de su tormento, sí. También a los cuarenta y cinco, en el año 1923, Takeo Arishima terminaba con su vida junto a su novia. Autor de Laberinto y La descendencia de Caín, Arishima se mató, según algunos, por su gran pasión, según otros, por su necesidad de transgredir ciertas convicciones morales.
Reinaldo Arenas, inevitablemente vencido por el SIDA, se quitó la vida en Nueva York. Es verdad, legó una última obra a la humanidad (Antes que anochezca), pero a juzgar por el contenido de la misma, habría seguido escribiendo, no tengo dudas al respecto, o mejor, tengo fe en ello. Lo mismo pienso de Horacio Quiroga, que tuvo que escapar del cáncer con la misma extrema medida.
Vincent Van Gogh, pintor y escritor –digámoslo– se dio un tiro en el pecho. Él estaba loco, pero ¿quién no lo está? Nietzsche aseguró alguna vez que siempre hay un poco de razón en la locura. Hay veces que la locura es extrema y hay veces que es leve y se llama estupidez. La ola de suicidios –por ejemplo– que tuvo lugar luego de que Goethe publicara el Werther, se asemeja más a la estupidez que a la locura.
Sócrates no tomó la cicuta por obligación, tenía la alternativa del destierro, pero ya no sería el Sócrates de Atenas, ¿no? Kenshiro, en ocasión de un interrogatorio acerca del suicidio, dijo: “¡Qué!, ¿acaso no es el mejor método para acabar con la ignominiosa agonía del deterioro?” Es probable que así sea, que el escritor japonés tenga razón, pero también es probable que baste con decir “ignominiosa agonía”, Arenas y Quiroga pueden corroborarlo. Aunque a veces, la vida es traicionera para algunos. Guy de Maupassant, por ejemplo, intentó tres veces cortarse la garganta con una navaja el 1 de enero de 1892. A los cuarenta y dos años de edad pensó que ya era suficiente para él. Murió dieciocho meses después en un hospital, estaba inconsciente. Muchos dirán que el verdadero Maupassant murió ese 1 de enero degollado por su propia mano, que lo otro era una réplica, una copia platónica, si se quiere, de él. Lo cierto, lo fatal y tristemente cierto es que el verdadero Maupassant murió agonizando, así como vivió pensando. Eran el mismo. Ésa es la ignominia de la agonía, de la muerte. Sin embargo, fue Henry James quien estando cerca del insondable final de finales, dijo: “Ahora, por fin, esa cosa distinguida, la muerte”. Dijo esto en plena agonía. Aún sigo pensando, empero, en la ignominia por sobre la distinción.
Leopoldo Lugones y Alfonsina Storni, el primero se mató en El Tigre, la segunda en Mar del Plata. Sospecho, no sin pesar, que fue más difícil para la poetiza (descuiden, lo verán por ustedes mismos, ya que terminaremos el texto con un poema de esta mujer).
El doctor John William Polidori ingirió ácido prúsico en 1821, en Inglaterra, pero tuvo la consideración de escribir, antes, su famoso relato: The Vampyre. Si hubiera seguido vivo, me permito sospechar que Drácula no hubiera sido escrita por Bram Stoker.
H.P. Lovecraft murió de cáncer intestinal a los 47 años de edad (en 1937). Siempre me quedará la duda de qué hubiera pasado si no hubiera enfermado, de si hubiera podido con sus espectros. Lo mismo tiendo a pensar de Rimbaud y de Artaud si no les hubiera ganado la naturaleza. Pero son sólo especulaciones. He aquí otras de las infinidades de cosas que no sabré cuando muera, cuando me gane la naturaleza (pues espero que Ella me gane a mí y no yo a Ella). En cambio, sé de alguien que no se habría matado, que no les habría dado la satisfacción, ese alguien es el Marqués de Sade. Murió en un manicomio, pero jamás les habría dado el gusto de volverse loco a esos malditos inquisidores.
A los postreros ojos de la Historia, ¿cuál es la diferencia si se suicidaron o sólo murieron? Cierta Historia no notará la diferencia, y cierta otra dirá que es distinto, y es distinto porque sufrieron, y, porque sufrieron, escribieron. Juan De la Bruyere, en una especie de protesta melancólica contra el universo, escribió: “La muerte no llega más que una vez, pero se hace sentir en todos los momentos de la vida”; y, como si le estuviera respondiendo, Marcelo Birmajer señaló (en otra ocasión, por supuesto) que: “Dios no es injusto; en un mundo entero de hombres felices no cabría la literatura”. Se me ocurre que Alejandro Dolina estaría de acuerdo con estos señores. Kafka fue maltratado por su padre, y acaso por eso es que hoy leemos La Metamorfosis. Kafka no pertenecía al mundo de los hombres felices. En rigor, nadie lo hace.
Ahora mismo me invade la sospecha de que este sufrimiento no es directamente proporcional a la literatura. Todos sufren, más unos, menos otros, pero nadie escribe como Borges, probablemente sufran más o sufrieron más de lo que él sufrió, pero nadie puede escribir como él.
Existe un mito –obra de Pichon-Rivière– sobre un hombre que, según muchos, a escrito el libro más maldito de todos. El hombre es el Conde de Lautréamont, y la obra es Los cantos de Maldoror. Según Pichon-Rivière, un mundo de suicidios, locura y muertes siniestras rodea al Conde (quien murió a los 24 años), mundo conformado tanto por quienes lo frecuentaron en persona, como por quienes trataron de estudiar su vida y, por sobre todo, su corrosiva obra. Atendiendo a este mito, alguien podría sugerir que Leopoldo Lugones, habiendo escrito Metempsicosis, fue una de estas víctimas.
El 9 de junio de 1930, en Ginebra, José Antonio Ramos Sucre –¡alto escritor!– se quitaba la vida, cumplidos los cuarenta años de edad, ingiriendo una dosis de Veronal que lo hizo agonizar durante cuatro días…Qué decir de tal cosa…¡La ignominia de la muerte! ¡Nada sabe la Parca de las grandes obras literarias de sus víctimas!
El antes mencionado Mishima aseguraba que era conveniente pensar a la muerte en forma periódica, no para conocerla, sino para tratar de comprender. Kenshiro –creo– siguió el consejo, ya que alguna vez juró que todos tenemos una idea de cómo es el fin, él aseguraba que retrotrayéndonos en el tiempo hasta los momentos en que no teníamos conciencia (acaso en el útero) podríamos dar con dicha idea. Lo cierto es que tal cosa parece escasamente verosímil.
Vamos terminando antes de que no pueda evitar hacer una conclusión. Sólo una cosa: esto no creo que tenga que decirlo, pero pido que no caigan en el error de creer que lo que dice este autoritario texto es alguna especie de evidencia de los suicidios en masa de los pensadores. Sepan, y con certeza, que los que se han quitado la vida son la minoría. Victor Hugo no se mató, así como tampoco Sthendal o el mismo Borges.
Aseguro, sin mentir, que nada quiero decir con este texto, que no esté dicho. Nada hay entre líneas.
Oh muerte, yo te amo, pero te adoro, vida...
cuando vaya en mi caja para siempre dormida,
haz que por vez postrera
penetre mis pupilas el sol de primavera.
Déjame algún momento bajo el calor del cielo,
deja que el sol fecundo se estremezca en mi hielo...
era tan bueno el astro que en la aurora salía
a decirme: buen día.
No me asusta el descanso, hace bien el reposo,
pero antes que me bese el viajero piadoso
que todas las mañanas,
alegre como un niño, llegaba a mis ventanas
Alfonsína Storni.
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