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Este cuento resultó ganador de un accésit del III Concurso de Cuentos "Salvador García Gimenez" de Málaga en Febrero del 2007. Los del jurado perdieron el empleo.
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A veces yo pasaba largos minutos, inmóvil, frente al espejo del baño, cara a cara contra mi imagen reflejada a escasos centímetros de mi nariz, mirando a aquel muchacho que el cristal decía era yo mismo. Quería conocerme y reconocerme por fuera, no terminaba de creer de que aquél rostro me pertenecía, que esa presencia firme, ese gesto adusto y curioso que me miraba sin pestañar desde el otro lado, me correspondía plenamente.
Comencé a especular que se trataba de un ser extraño, de un habitante de otra dimensión, un entrometido que se plantaba ante lo que para mí era el espejo del baño y para él algo así como una ventana. Imaginé que estaba dispuesto a imitarme, dispuesto a cumplir la extraña misión de reproducir mis acciones y mis gestos, aún los más sutiles, imaginé que era un personaje del más allá decidido a no dejarse sorprender por un movimiento en falso, a no delatarse por un mínimo tic ni por un parpadeo tardío.
Cuando por fin me marchaba del baño, sospechaba que mi doble respiraba aliviado, que se internaría a vaya a saber qué trastiendas con un suspiro de hartazgo y se tendería a descansar en un amplio sillón, que encendía un cigarrillo y daba su primer trago de algo fuerte maldiciendo al estúpido personaje que le tocó representar en el día de la fecha. Tal vez comentara con sus colegas que nada podía ser peor que cumplir el rol de un desconfiado, uno de esos que siempre te ponen a prueba pero nunca se quedan conformes.
Y era cierto, yo no cejaba en mi pesquisa, encendía todas las luces del baño y me paraba con decisión ante el espejo, casi tocándolo, dispuesto a darle batalla al impostor. En ocasiones su mirada me resultaba intimidatoria, amenazante, él también me horadaba las pupilas intentando penetrar en mis pensamientos, intentando adivinar qué buscaba yo con esa actitud desafiante, con ese tenso duelo de ojos. El aire tibio de la respiración empañaba, de uno y otro lado, la fina piel de vidrio que nos separaba, una niebla de vapor que se pegaba al plano divisorio y que era limpiada por nuestras manos moviéndose al unísono, con una perfecta sincronía.
Decidí redoblar fuerzas y alargué mis turnos de observación, instalé una banqueta en el baño, frente al espejo, y dejé comida cerca. Mantuve la vista al frente, incólume, como de soldado de película norteamericana, con una expresión inalterable en el rostro que hubiese hecho desistir a cualquiera pero que el muy desgraciado pareció ignorar totalmente. Tuve entonces una idea brillante: comencé a hablarle.
Caía de maduro que el simulador no podía escucharme, pero insistí, no hay peor sordo que el que no quiere oír ni peor reflejo que el que no quiere sentir, comprendí que con insistencia él aprendería a leer los labios. Al principio no causó ningún efecto notable, pero al tercer día, su aspecto desmejoró, una ojeras pálidas comenzaron a dibujarse bajo su frente, bajo nuestra frente, y un dejo de fatiga se fue haciendo más patente en cada uno de los pliegues de su piel. En un tramo de mi monótona y solitaria alocución cité el dolor que me causó la ausencia de una muchacha pelirroja llamada María, un amor no correspondido que me había abandonado en el más cruento de los desengaños pasionales a pesar de mis súplicas, a pesar de mis ruegos y a pesar de verme atravesar el más vil e inútil de los sometimientos: el pedido de reconsideración sentimental.
Vi en el espejo que tamaña evocación hizo rodar una lágrima por mi mejilla, por nuestra mejilla, pasé mi mano para secarla y evitar así dar una falsa impresión de debilidad ante el vil contrincante refractario. Pero vaya sorpresa: mi mano no se había mojado.
– ¡Te tengo! ¡Embustero! –le grité inmediatamente.
Él trató de imitarme, pero a mitad de la frase el ánimo se le vino por el piso y su rostro lo abandonó, se descontroló y se echó a llorar desconsoladamente sobre el lavabo.
– ¡Lo sabía! ¡Lo sabía!¡Farsante! – rematé a los gritos, señalándolo con malicia, haciendo leña del árbol caído, haciendo leña de aquél que se acababa de quebrar.
De repente unos enfermeros grandotes aparecieron corriendo a sus espaldas, o sea a las mías, sin pensarlo me giré para enfrentarlos pero no estaban en mi baño, sólo en el suyo. Los tipos esquivaron al impostor y se dirigieron hacia el espejo, espejo que dadas las condiciones de desobediencia óptica ya había perdido su característica primordial y por definición debería dejar de ser considerado como tal para pasar a la categoría del vidrio común y corriente. El asunto es que los vi accionar una palanca, como la salida de emergencias de los ómnibus y el espejo se abrió por una bisagra. Antes que pudiera reaccionar los paramédicos pasaron por allí sus musculosos brazos y agarrándome de la camisa, me metieron de un tirón a su mundo.

El mundo del espejismo no es justamente un mundo de ilusión, es más bien todo lo contrario, una realidad achatada y de una simetría bilateral invertida donde no existen más sentimientos que los fingidos. Se trata de una infinita red de pasillos y corredores que se oculta tras las paredes de los humanos y se extiende hasta quién sabe qué confines del planeta, es una dimensión que se mantiene siempre en penumbras para no develar su existencia tras los cristales del engaño. La única luz que aquí llega es la que atraviesa los falsos espejos que están siendo ocupados por sus usuarios, “funcionando” como ellos le dicen. Frente a cada uno hay unos muebles de utilería que imitan a la perfección a los reales, aunque si uno se acerca puede comprobar que son sólo cartón piedra pintado y paneles de escenografía.
Los habitantes del envés son unos entes a los que se podrían describir como a medio camino entre los hombres y los camaleones, unos ñatos pálidos, desabridos, sin cara de nada y con una permanente mueca de aburrimiento. Son todos iguales, fabricados en serie como los japoneses, identikits en blanco y sin expresión que caminan ordenadamente y en silencio por carriles peatonales sin rozarse siquiera. No parecen poseer otra habilidad ni otro interés que la de la actuación, son como maniquíes sin rasgos particulares, estatuas insulsas que se mueven a pasos largos por ese laberinto de bambalinas por donde van y vienen como atareados ciudadanos que siempre están llegando tarde a ninguna parte. No se hablan ni se saludan, menos que menos ríen, lloran, se abrazan o se besan; por sus venas sólo ha de correr sangre de pato, espesa, helada, oscura y amarga.
La situación cambia antes de entrar a escena, los entes se maquillan meticulosamente hasta lograr el aspecto deseado y se disponen con gran profesionalidad a dar su función. Se los ve muy concentrados, caminado en círculos, nerviosos, repasando movimientos, gestos y ademanes, andan hablando solos, tal como lo hacen los locos que deambulan por los jardines de los psiquiátricos.
– Su presencia aquí, y usted mismo, son sólo una insignificante falla del sistema, sepa que tenemos una noble misión que cumplir –me dijo el que me recibió– y de ninguna manera le vamos a permitir interceder con ella, usted va a colaborar con nuestra causa y aprenderá a respetarla como si fuese también la suya.
La causa era nada menos que la de repartir justicia en el mundo, ni más ni menos. No se trataba de una misión infinita, sería sólo hasta lograr que los humanos sean seres civilizados capaces de cuidarse por si mismos y hacer de éste un buen lugar para vivir. Para ello los maniquíes van influyendo en el ánimo de las gentes hasta alcanzar el efecto deseado, sólo con la imagen logran su cometido de castigar a los injustos y alentar a las personas correctas, día a día van haciendo que nos veamos tanto o tan poco jóvenes, simpáticos, elegantes, calvos o arrugados como su estrategia se los indique; ocurre que manipulando nuestras apariencias pueden manipular nuestras voluntades.
A veces, no sé porqué, se ensañan con algunos a los que parecieran haber declarado personas irrecuperables o merecedoras de tremendos castigos. Una simple herida en la frente del actor es suficiente para que el representado deduzca que ha sido atacado mientras dormía y para que sus allegados se queden convencidos que su amigo se ha vuelto loco. También los hacen lucir enfermos durante un par de semanas para que los pobres se desesperen y se intoxiquen con medicamentos; a otros, elegidos quizás por lo superfluo de su escala de valores, los reflejan cada vez más rollizos y se terminan muriendo de vergüenza y desnutrición cuando ya no son más que piel y hueso. Sin embargo su mayor crueldad es la de digitar las relaciones sentimentales de las personas, arman y desarman parejas con total impunidad, van hermoseando el reflejo, y con ello el orgullo, de la mujer deseada hasta que se sienta distinguida y merecedora de un compañero diferente, tal vez uno más acorde a su belleza externa.
No pude descubrir su organización social ni ver a jefes jerárquicos, ni siquiera a los del rango más bajo como serían en nuestro mundo los directores de hospitales psiquiátricos. Me enteré de la existencia de un libro mayor que dictamina las funciones del día; cada uno de los actores sabe cuando y hacia donde debe dirigirse a cumplir su rol, por lo general es hacia tal o cual espejo, pero también van al revés de las ventanas empañadas o a las vidrieras en dónde la gente se mira de reojo al pasar. A veces los actores deben sumergirse en los lagos serenos para que los bucólicos enamorados que allí pasean, puedan ver su imágen sobre la superficie del agua, sin embargo, una de las situaciones más complejas se produce cuando alguna mente inquieta tiene la ocurrencia de enfrentar dos espejos y espiar lo que allí adentro sucede, en esos momentos se hace necesario todo un despliegue de ballet por parte de los actores que, para no despertar suspicacias, deben responder coordinadamente a los más caprichosos movimientos del imitado.
Los habitantes de este lado del cristal carecen de nombres pues no tienen rasgos que los distingan como seres únicos e irrepetibles, porque –según me explicaron ellos mismos– es necesario ser reconocido por los demás para forjar la propia identidad y saber quién es uno, más aún en este lugar en dónde los espejos no existen, donde es vox poupuli que todo reflejo de la personalidad es una farsa en sí misma.
El jueves recibí mis primeras clases de simulación especular, aprendí a imitar gestos y expresiones, a usar las manos opuestas a las del representado y a escribir con rapidez números invertidos y palabras de atrás para adelante, a excepción de, claro está, “Ambulancia”.
– La mente de ustedes, los transcristalinos, es de lo más obtusa –me explicó el profesor– nunca notaron nada extraño en los reflejos, nunca se les ocurrió pensar que un simple trozo de vidrio plateado debería obedecer rigurosamente a las más elementales leyes de la física sin elaborar ningún tipo de discernimiento anatómico ni político; nunca concluyeron que si la imagen invertía la izquierda y la derecha, debería hacerlo también con el arriba y el abajo, que las letras deberían aparecer patas arriba y los hombres con los píes en el lugar de la cabeza.

Hoy era el gran día, el día de mi estreno. No sé qué extraños mecanismos burocráticos me habían asignado la persona a la que debería personificar –supongo que de por vida– haciendo sus monerías tras el espejo. Fui oficialmente notificado ayer de mi inclusión en el reparto teatral de la fecha. La Avant premiere era muy temprano, a las siete de la mañana en un espejo de baño, el ovalado RQZ 363. El guión era el ideal para un principiante, se trataba tal vez del más simple y popular libro del género teatral mañanero: “Lavado de cara, de dientes y peinado”.
Llegué al barrio R caminé por el pasillo Q y doblé en el penumbroso corredor Z buscando el número 363 con cierto nerviosismo; iba de prisa, con paso apretado como esos atareados ciudadanos que siempre están llegando tarde a ninguna parte. Los maquilladores con sus insulsas caras me aguardaban de pie en la puerta del camarín, estaban munidos de todo tipo de enseres cosméticos y vestimentas actorales prolijamente ordenadas en unos aparadores rodantes que empujaban por las galerías con el mismo aplomo y desinterés con el que los enfermeros del hospital neurosiquiátrico empujan las camillas, tal como si las arriaran a desgano, como si estuviesen vacías, como si uno no fuese más que una masa inerte de carne y hueso sólo porque acaba de recibir un electro-shock.
Mis asistentes me pusieron una bata a rayas rojas y negras, unas ridículas pantuflas de peluche y me afeitaron desde la frente hasta media cabeza dejándome asomar una bocha brillante y lustrosa donde antes había una tupida cabellera. Representaría a un tal “Vicente”, un hombre de mi edad que era casi calvo y de una estatura similar a la mía aunque de una contextura bastante más rolliza. En cuanto me terminaron de aplicar unas lagañas autoadhesivas y unas falsas marcas de almohada en la cara estuve listo para salir a escena. Pensé que se habían olvidado de rociarme con un aerosol de fragancia a mal aliento, pero enseguida recordé que ni olores ni sonidos pueden atravesar los vidrios.
Decidí pasar a función un minuto antes de la apertura de telón, nadie me deseó Merde ni me dijo A escena, nadie gritó Mutis por el foro ni me dio unas palabras de ánimo ante lo inminente de la iniciación. Con la sangre tensa pisé las tablas, era un escenario pequeño, suficiente apenas para reproducir un baño modesto y un corto pasillo con una lamparita desfalleciente. Tenía unos sanitarios de mediocre calidad, unos azulejos celestes con las uniones enmohecidas y un espejo ovalado de marco de madera. Hacia un costado había una ventana diminuta por donde comenzaba a colarse la dorada luz de la alborada rebotando en los cromos de las canillas del lavabo, la del agua caliente del lado derecho.
Me quedé de pié, en silencio total, me quedé concentrado y con los ojos cerrados, sería ésta mi gran función y no quería equivocar detalle. No era que por fin me hubiese solidarizado con la causa ni mucho menos, era que tenía un plan que llevar a cabo: iba a terminar con esta farsa, iba a desenmascarar el mayor engaño del mundo, iba a arrasar de una vez y por siempre con la consistencia de aquello que nos vendieron como sentido común. Nada de andar repitiendo las monerías de un desconocido ni de obedecer los siniestros planes sicotizantes de estos neutros eunucos, a este tal Vicente le haría señales desesperadas tras el vidrio para llamar su atención, luego escribiría “La reflexión lumínica no existe” con el dentífrico, le gritaría en idioma mudo, le pediría ayuda hasta que comprenda que se trata de un asunto de vida o muerte. Entonces si, aunque los enfermeros consigan dominarme, ya será tarde, ya habré sembrado en este buenhombre la semilla de la duda, y será solo cuestión de minutos para que el asombrado ciudadano vuelva con la policía y un taladro, que rompa el vidrio, haga un túnel y se descubra por fin toda la verdad.
Y entonces si, se revelará que los espejos no existen, que no hay otra forma de saber como somos que vernos retratados en el concepto de los demás, que confiar en quienes nos rodean, que creer en nosotros, que ser auténticos y sinceros con los que amamos. Caerán en ese momento las barreras de la hipocresía social y expresiva, la humanidad toda entrará en una nueva era moral y yo seré reconocido mundialmente como aquel que la guió hacia una tierra firme y real llamada utopía. Los enfermeros del hospital se disculparán conmigo y María, la pelirroja, develará el macabro plan, entenderá que los sentimientos no dependen del cristal con el que se los mire y se cerciorará que todo fue un malentendido, que en verdad ella nunca dejó de amarme ni una pizca.

Cuando abrí los ojos descubrí que ya estaba corriendo la función, nadie me había gritado “A escena” y Vicente ya había entrado al baño; medio dormido aún no se había percatado de que su gemelo bidimensional no lo había imitado en absoluto. Ya se había lavado la cara y se la estaba secando. No me desesperé, en la clase de “Antelación de movimientos” había aprendido que así como nadie puede evitar patear cuando el médico le golpea la rodilla con un martillito de goma, nadie puede evitar mirarse al espejo luego de lavarse la cara; se trata de un acto inconsciente e infrenable, se trata de un acto reflejo -valga la redundancia óptica- en el que la gente hace su primer inspección ocular de sí misma a los fines de constatar amargamente que aún son las personas que se acostaron a dormir en la noche anterior, que aún son las que recordaban ser y no aquellas que siempre soñaron ser.
Por fin mi representado apartó la toalla descubriendo su rostro, se acercó a escasos centímetros del falso espejo y desde el otro lado pude ver con toda claridad sus extrañas pupilas, unas blancas y nebulosas pupilas, características de las personas ciegas.


Texto agregado el 03-05-2007, y leído por 715 visitantes. (14 votos)


Lectores Opinan
06-07-2008 Excelente cuento, muy buena redacción. Me gusta eso de los mundos paralelos y me resulta conocido jejej, es que acostumbro a pònerlos en mis cuentos. Saludos. ggg
15-04-2008 Seré breve, de lo mejor que he leído en la pagina de los cuentos. El reflejo de la creatividad tejera
15-04-2008 Excelente, el cuento nunca decae. Mantiene la tensión en su punto justo y por supuesto tiene un tema que es una genialidad. Perfecto. Ysobelt
08-08-2007 Usted me resulta desagradable, encuentro irrespetuosa la forma en que escribe, casi insultando al resto porque no podemos hacer lo mismo, grrrrrrrrrrrrrrr como me caes mal... es texto? ah si, es bueno con cojones!...saludos pisa-papel
27-07-2007 mierda.. me dejaste sin palabras. uf.. qué imágenes alucinantes y qué redacción impecable. maritamontesverdes
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