Competencia.
Cuando la biblioteca de Alejandría llegó a tener un millón de obras, fue el orgullo del rey de Egipto, que a la sazón era Ptolomeo II (285 a 247 a.C.). Un millón de rollos de papiro eran la evidencia de un trabajo en aras de la civilización. ¡Un millón de diversos pensamientos! Nada más podía pedir un monarca amante de las letras. Sin embargo, estando en la cúspide, pocos toleran la competencia; y el rey de Egipto, ciertamente no era uno de esos pocos.
En ese mismo momento de gloria para Alejandría, en la ciudad de Pérgamo, una biblioteca crecía a pasos agigantados, tanto es así, que a los oídos de Ptolomeo llegó la noticia. Noticia que no fue muy bien recibida por el rey –como se esperaría de un sincero amante de las letras–, ya que lo primero que atinó a hacer fue prohibir la exportación del papiro, no sólo a Pérgamo, sino también a todo el Asia Menor. “Si no tienen dónde escribir, no nos tendremos que preocupar”, dijo Ptolomeo.
En Pérgamo, la recepción de esta nueva provocó gran pesar. Su rey, vio deshecho el sueño que tanto había anhelado. Pensó en dar un último recorrido por la biblioteca, sentir –al menos– algo de nostalgia. Fue entonces cuando el administrador de la biblioteca –devoto bibliófilo– le salió al encuentro:
- Mi señor –le dijo–, sé que no está para nadie, pero hay algo que deseo contarle, algo sumamente interesante.
- Habla, pero rápido.
- Creo que tenemos la solución con el material para escribir.
- Entonces sigue hablando, pero ahora más despacio.
- Me imagine que estaría interesado. Verá, hace algún tiempo que estamos experimentando con un material nuevo, algo de nuestra propia invención y producción. Sabemos bien lo que cuesta traer el papiro desde Egipto y por eso hemos decidido, teniendo en cuenta los nuevos acontecimientos, darle forma a nuestro trabajo. Si es que estás de acuerdo, claro.
- Si no hablas no podré saber si estoy de acuerdo o no.
- Sí, perdón. Le decía, hemos estado fabricando un material para escribir que es, por lejos, mejor que el papiro. Lo hacemos con piel de carnero. Es muy resistente, a diferencia de esas ridículas cañas que usan los egipcios, y sorprende la forma en que se puede manipular. Le diré que si todo sale bien, hasta se podría exportar esta mercadería.
- Interesante, quiero ver de qué se trata –dijo el rey.
Ambos fueron a los talleres donde se experimentaba con el producto novedoso. Luego de recorrer todo el lugar con la vista, el rey dijo:
- Explícame cómo es este proceso, parece interesante.
- Lo es, su majestad, lo es. Primero tomamos las pieles de nuestro ganado y las remojamos con agua y cenizas, para luego separar los restos de carne y pelos que quedan. Una vez que la piel está limpia, la frotamos con una piedra para obtener la fineza y la limpieza necesarias. Por un tiempo, debo confesarlo, estuvimos imitando al papiro, enrollábamos las hojas igual que lo hacen ellos. Pero luego nos dimos cuenta que, debido a la resistencia del material, podíamos cortar las hojas y luego doblarlas en dos. Incluso, podíamos poner varias hojas, una encima de otra, doblarlas en dos y luego coserlas con hilo. Al final, he aquí lo que logramos.
El administrador de la biblioteca mostró al rey lo más parecido a un libro, como hoy lo conocemos. Ciertamente era de mejor calidad que un rollo de papiro y, además, poseía una mejor estética; también era más fácil de transportar y de manipular para los lectores. El rey no dudó en apoyar este trabajo y, como había sugerido el administrador, el nuevo invento no sólo sirvió para abastecer su biblioteca, sino para exportarlo. Todo era positivo.
Sin embargo, no fue poco el tiempo en que el pergamino tardó para desplazar al papiro. Durante mucho tiempo, en el resto del mundo civilizado, los libros que eran escritos en pergamino eran inmediatamente transcriptos al papiro para luego llegar al lector. Fue casi llegando a la era cristiana cuando el pergamino terminó por desplazar al papiro.
|