Pablito.
Pablito tomó el martillo con un gesto cansino, su mirada no decía mucho. Su rostro lívido no denotaba sentimiento alguno, y si lo hubiera hecho, nadie lo habría notado. Frente a él descansada su padre. Un hombre de aproximados cuarenta años, bastante robusto por cierto. Su madre no estaba en la cama ni en el mundo, hace tiempo ya que había dejado de existir, le habían detectado un cáncer, sólo que demasiado tarde. Ellos no pertenecían a la clase social en la que las enfermedades se logran tratar con el tiempo necesario.
Pablito tenía doce años de edad, pero en su cabeza nada de eso importaba, me refiero a las cosas que importan o deberían de importar a un ser humano con tan corta extensión de vida.
Ocupada su mano derecha con el martillo, el niño tomó con la izquierda un clavo que no tendría más de cinco centímetros. Seguía inmutable, pero si se lo hubiera observado con atención, se podría haber apreciado un leve atisbo de piedad. Piedad por el hombre que reposaba boca abajo en la desarreglada cama.
Por un momento estuvo a punto de soltar los utensilios y salir de allí corriendo para nunca más regresar, pero luego pensó en Marianita, su hermana melliza. Pensó en ella y en cómo tenía que gemir –simulando placer– todas las noches luego de cenar, gemir para que su padre no creyera que sus embestidas eran en vano, gemir para no tener que recibir una golpiza. Todas las noches, después de cenar en familia como Dios manda.
Pablito volvió a asir los instrumentos, con más fuerza esta vez, con firmeza pero sin ira. Pensó, acto seguido, en todas las noches que Marianita regresaba al cuarto que ambos compartían y en cómo él tenía que abrazarla fuerte para que no llorara en voz alta y en cómo tenía que llevarla al baño a higienizarla, a quitarle del cuerpo el sudor inmundo de un cuerpo adulto.
En ese mismo momento, Marianita estaba en el baño, sumergida en la tina llena de agua. Necesita un descanso, pensó él, y yo se lo voy a dar. Posó el clavo en la nuca de su padre, lo afirmó bien. No temía en absoluto que despertara ya que todas las noches se acostaba totalmente alcoholizado. Lo pensó unos segundos más, su rostro seguía igual que al principio, entonces fue que descargó un golpe con el martillo que dio justo en el lugar que tenía que dar. El clavo tardó un segundo en incrustarse en la nuca de quien automáticamente se despertó, volteó y sólo dijo:
- ¿Qué pasa, Pablito? Me duele mucho la cabeza.
Fue lo último que dijo.
Pablito clavó un clavito. ¿Qué clavito clavó Pablito? El único que podía liberar a Marianita del tormento diario.
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