ESPACIO DE SILENCIO.
Cuando se asomó a la puerta del baño, en lo más espléndido de su sensualidad a flor de piel, se sabía hermosa bajo la bata corta de azul pálido, de seda, casi transparente y abierta en caída desde la base de los senos. La habitación se llenó con la fragancia de su perfume. Quería insinuarse una vez más en el asomo de la plenitud de sus pechos y en la desnudez del pubis que resaltaba entre la redondez superior de los muslos. Entró al dormitorio, pero no cerró la puerta por completo. Dejó que una línea vertical y delgada de luz penetrara hasta la intimidad del cuarto, apenas un poco, la suficiente para que permitiera la visión entre las penumbras del interior donde ahora se veían los adornos más brillantes. El espejo de la peinadora le devolvió su imagen entre sombras y quedó más que complacida. Aún en la incómoda situación en que se encontraba, más allá de la presencia en su ánimo de los innumerables rechazos vividos en el correr de muchas noches anteriores, era gustosa del indagar con sutilezas. Aquellas búsquedas, y los asomos del sentir sobre su piel ansiosa que esas insinuaciones le provocaban, le resultaban excitantes. Bajo cualquier situación donde lo sensual estuviese presente, inclusive en aquella tan desapacible de su quebrantada unión, prefería la sugerencia y la coquetería como arma de la intimidad. Fue hacia la cama que se perfilaba en la semioscuridad, avanzando lentamente, sintiendo la suavidad de la alfombra acariciándole los pies al amortiguar cada uno de sus pasos. Ya no sabía qué más hacer en aquella repetición de noches que revivía desde hacía más de dos meses. Conocía cada reacción de aquel estado de ansiedades y renuncias hasta el más mínimo detalle. Ella luchaba sin respuestas y se entregaba hacia una nada que la negaba. Sin quitar la mirada del cuerpo que a medias se arropaba con las sábanas hasta la cintura, y que ante su presencia hizo un movimiento de ocultamiento con la cabeza, hundiéndola contra el hombro en que se recostaba, llegó hasta el borde de la cama sintiendo que las fuerzas intentaban abandonarla poco a poco. El hombre estaba tan quieto en su tranquilo y fingido respirar que parecía escapado hacia un escondite de mentiras que negaría cualquier probable acercamiento. Lo miró con concentrada intensidad, como luchando consigo misma y con su deseo. Abrió por completo el íntimo batín y lo dejó caer sobre la alfombra. Por un momento se erizó bajo su desnudez. Después, se acostó boca arriba, sin abrigarse, blandamente, con intencionados movimientos y pequeños ruidos que manifestasen su presencia. Apoyando la nuca en la almohada, respirando hondo, fue recibiendo el fresco de la sábana cuando ésta la acariciaba en las piernas, en las nalgas y en la espalda. Ese contacto era casi un oasis de alivio sensorial, porque de nuevo tenía que enfrentarse al acaloramiento que se le acumulaba como consecuencia de su necesidad de acercamiento y como resultado también de la inseguridad que la invadía cada vez que asumía aquel papel. Y tenía que seguir luchando, porque creía que la única salida que quedaba para ella era conseguir en el sexo una renovada confianza liberadora que los uniese como antes. Sabiéndose ansiosa y a la vez desconcertada en el reiterar de emplazamientos que imponía el convivir en virtual separación, consumiéndose en un tiempo que sólo conocía las angustias de una lucha que no parecía llegar a terminar jamás, giró hacia el hombre, apoyada en la cadera y el costado. Alargó el brazo vacilante hasta quedar la mano al borde del roce de la piel que la desconocía y rechazaba en las largas horas de su desvelo. Los dedos vacilaban mientras el rojo adivinado de la pintura de uñas vibraba en su temblor. Después, aún con el brazo extendido, se miró a sí misma y vio la luz al deslizarse por su cuerpo para dibujar sus redondeces y profundidades, hasta que llegó a sentir el perfilar de su temblor total. A medias pudo distinguir el cuerpo más en sombras que yacía a su lado. Un abismo, abierto sin cesar por el filo cada vez más hiriente de la incomprensión, zahondado por las negaciones bruscas que no querían saber nada de la posibilidad de una reconciliación, medía al alcance de la mano la distancia abierta por la soberbia y por todo el absurdo de un vivir que se había ido opacando por existir sin incentivos. Tiempos rotos y orgullos enconados, resurgiendo en resquemores y reproches , separaban las yemas de sus dedos y el inquieto ímpetu de sus pechos agitados de aquella espalda que pretendía dormir en un simular de respiración acompasada. Pero, por mucho que necesitaba y quería salvar la relación que estaba en juego, aún consumiéndose en las brasas de sus ansias de mujer ardiente y entregada, dudaba, y por momentos no se sentía capaz de intentarlo de nuevo. Conocía en sangre y en dolor, llegando hasta los límites de las experiencias más desagradables, todas las heridas que no se pueden cerrar y los portazos dados por la incomprensión a las súplicas del llanto y a las razones que intentaban limar las asperezas. Ella quería encontrar el reconocimiento verdadero del perdonarse y olvidar. Se acercó un poco más, moviendo su cuerpo sinuosamente, provocativa, respirando profundamente. Llegó a tocarlo con los muslos y los pezones encrespados. El hombre se removió un poco, para separarse de aquel mínimo contacto. Y siguiendo en el temblor de la mano y de los pechos avanzados que anhelaban comenzar de nuevo las íntimas relaciones con el lenguaje de la sensualidad, y resumida en las fibras y poros de su cuerpo entero en segundos de infinito desear, llena de confusión, permaneció a la espera. Esperó desnuda y entregada, tan sólo cubierta por la ilusión de que lo lograría. Y siguió esperando mientras su agitación aumentaba. Y esperó todavía un poco más, sin quitarle la mirada, comunicándose con el silencio de sentir que él sabía que ella estaba allí y que lo deseaba. Y lo volvió a intentar. Regresó con sus pechos y sus muslos. Y consiguió la misma respuesta. Entonces desfalleció en el desamparo y renunció una vez más. El brazo, los senos y la piel completa regresaron a su mutismo de contactos bajo la compulsión de lo pretendido y negado. Lo no alcanzado la golpeó secamente en las entrañas, obligándola casi a doblarse en un encogimiento anímico de congoja. No era posible. Retornó a su posición inicial, girando de nuevo, mirando al techo, abandonada, sintiendo el aumento de sus latidos desbocados en el pecho, en la cabeza, en el bajo vientre, en las venas y en el crecimiento de la desesperación. Eran su corazón y su angustia intentando desgarrar a martillazos y para siempre el nudo sin voces ni protestas que la esclavizaba en la profundidad de la garganta, impotente, sin horizontes, más a oscuras y perdido que el desolar de su propio espíritu en la noche de su interioridad. Sintió que su perfume le llegaba como desconocido y que casi la mareaba. Y por un momento, revuelta en su amargura, incómoda y al borde de las náuseas, repugnó de sí y de su vida, de su deseo, de sus agitadas emociones y de todo cuanto la rodeaba. Así, como en tantas otras veces de vivir el naufragio de aquella soledad, sintió, poco a poco, cómo se avergonzaba de aquella pasión esclavizante y arrebatadora que por momentos la hacía creerse más mujer y más capaz de lo que realmente era. Estaba perdida. Se contrajo, apoyando el esfuerzo contra la espalda y la cintura, cayendo en la rabia de saberse en el ardor estéril, ahora sin hacer ruido alguno, como muriéndose, acallando el movimiento y el sentir en una fuga que la hacía estremecerse íntimamente, con fuerzas controladas, para evitar desmoronarse en un desenlace que no quería repetir como otras noches. Tenía el ánimo embargado en desazón, la boca apretada como tumba de represión y de renuncias, rebosada con el sabor amargo de la última intención decapitada. Volteó la cara para mirarlo una vez más, aceptando su debilidad y acallando a duras penas el nombre que quería susurrar y que en réplica le quemaba sin salida los labios y la vergüenza. Podía imaginar el dibujo de sus ojos taladrando el vacío de aquella separación próxima y lejana, cual aguijones incandescentes en la penumbra de la habitación que quisiesen penetrar por la espalda de aquel hombre para llegar hasta su corazón. Podía verse, desnuda, ansiosa, sedienta de besos y abrazos, vibrante y en entrega sobre la cama, resaltando su triangular y negro sexo contra la blancura del vientre y contra las sábanas que la rodeaban, en absurda inutilidad. Y en ese sublimar de los sentidos percibió en su plenitud la intensidad rebelde y viva de su piel alerta, firme y joven todavía, expectante, segura de responder dispuestamente y en un instante a los estímulos más sutiles, anhelante de un roce y mordida en sí misma por el abandono en sequedad de las caricias. Y sintió, hasta la penetración total de las carencias, la lección de la fuerza de la sangre en el ansia de fuego que la quemaba, en el brotar de sus pezones henchidos, en el nerviosismo de sus manos sin asimientos y en la llamada de su sexo a punto de gritar. Y contenida en ese resurgir, se quedó quieta, tensa y sola, apretando fuerte las mandíbulas y los muslos. Se ahogaba en su propia nulidad. No había nada que hacer. Y en ese vértigo corrió en sus pensamientos al pasado reciente, noche a noche, hacia la cascada de los días, para ver la misma historia de escuchar idénticos silencios y despeñarse en los mismos desenlaces. Y entonces no quiso repetirse. Y así, despierta y cierta, consciente como nunca antes de las limitaciones en que se hallaba hundida, se reconoció atrapada entre aquel cuerpo suyo que a intervalos no entendía de separaciones y que exigía su cuota de sexualidad. Y junto con los reclamos de su cuerpo, también sintió que su viviente orgullo se presentaba a pedir cuentas ante tanto sucumbir. No, no había salida ni quietud para el ahogo que la destrozaba en el abandono y la opresión que terminarían aplastando a su temperamento y a sus deseos hasta hacerlos añicos en su interior. Estaba destruida, contra la pared. Entonces, vencida por el rechazo y por sus propias limitaciones, como afirmando su resolución, encogiéndose, apretó los brazos contra el pecho y el vientre y acuñó y envolvió ambas manos entre sus muslos, en la entrepierna, oprimiéndolas con firmeza para quebrar su tensión y deshacerse del llamado de rebeldía de la calidez de sus deseos. Después, soltándose, ya no pudo seguir manteniendo aquella lucha que la llevaba desde los límites de la necesidad hasta lo más profundo del aturdimiento y la repulsión de sí misma. Fijó de nuevo la mirada en el vacío oscuro del techo con la angustia desoladora de agotar sus fuerzas. Hasta que alcanzó la frecuente tensión de contener las lágrimas y aumentar el sufrir silente que la obligaban a cerrar los ojos hasta compungirse en suaves gemidos entre la oscuridad total. Estaba deshecha y lo único que quería era morirse. Sintió que se desvanecía. Se volteó hacia el otro lado, y se abandonó en su llanto. La noche, indiferente y lenta, cómplice de la imposibilidad, enfrió todo el espacio de los cuerpos y la nada. El hombre ni siquiera se movió de nuevo. La luz del baño, de repente, muriéndose, se apagó.
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