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Sin adulaciones.





Son bien conocidos los cuáqueros por su capacidad para seducir con su religión. Mejor, la religión en sí misma seduce.
Si nos situamos en Inglaterra, en el 1675 –años más años menos– podremos decir que abundaban las sectas religiosas, casi como en todo el mundo. Pero allí había una que por varios motivos estaba de moda, y era la de los episcopalianos. En efecto, la Iglesia Anglicana había adquirido el lugar en la sociedad que siempre buscó. La juventud, futuro de una nación, no concebía para sí otra forma de vida. Ni para sí ni para otros.
Un clérigo de esta iglesia caminaba por las calles de Londres y vio a un grupo de prometedores jóvenes dándole una prometedora paliza a un muchacho. El clérigo, que siempre aseguraba que las disputas se resolvían mejor con palabras que con golpes, decidió intervenir con el fin de amenguar el ánimo de los agresores.
- ¿Qué pasa aquí? –dijo– ¿Por qué consideran que es de buen obrar apalear a este muchacho?
- Este cuáquero asegura que no somos buenos cristianos –contestó uno de ellos–. Dice que no hace falta estar bautizado para ser un verdadero cristiano.
- ¿Cómo es eso? –dijo el clérigo, ahora dirigiéndose al cuáquero.
- Tú deberías saberlo –contestó el cuáquero.
La forma en que el cuáquero se dirigió al clérigo molestó sobre manera al último y también a los vigorosos jóvenes anglicanos. Es conocido que los cuáqueros tuteaban a quien sea, contrariando los modos de la época. Sin embargo, lejos de enfurecerse, el clérigo prosiguió calmo.
- Explícate –replicó el clérigo, copiando los modos del cuáquero, tal vez como burla.
- Bien sabes tú –se explicó el cuáquero– que Cristo nunca bautizó a nadie.
- Cierto es, joven, lo que tú dices. Pero, ¿acaso ignoras que Nuestro Señor fue bautizado por Juan?
- No lo ignoró.
- ¿Entonces…?
- Entonces te diré: Juan es el bautista, no Cristo. Y yo (el muchacho hablaba por él y sólo por él) soy un seguidor de Cristo, no de Juan.
- ¿Acaso te burlas de mí? Si eres seguidor de Cristo, como dices, ¿no sería de buen cristiano ser como Él?
- Jamás –dijo el cuáquero seguro–. Yo nunca me atrevería a aspirar a compararme con el Señor, sólo una secta soberbia hace tales cosas.
La respuesta alcanzó y sobró para que el joven cuáquero tuviera que comparecer ante los magistrados. Pero éstos, a su turno, indignados por la irreverencia y la impiedad (que no contaremos aquí) del muchacho, lo llevaron ante la Cámara de los Comunes. Hubieran expuesto el caso ante los Lores, pero a estos era muy difícil encontrarlos reunidos. Así, los Comunes aseguraron que la disputa en cuestión no les interesaba en absoluto pero que estaban dispuestos a interceder si les pagaban una tasa adecuada. El litigio llegó –difícil es saber cómo– a Su Majestad, Carlos II, el estuardo.
En presencia del rey, todos comenzaron a lanzar acusaciones contra el cuáquero. El hecho de que no estaba bautizado ni lo mencionaron, en cambió, decidieron suplantar este pecado por otros de mayor peso: idolatría, herejía, brujería…¡Sodomita! gritó uno por el fondo. Ciertamente, no era un buen momento para el muchacho, que rápidamente se dirigió a Su Majestad para referirle su versión de los acontecimientos. Ah, un cuáquero, murmuró Carlos II al notar la escasa reverencia del joven mientras le hablaba.
La disputa comenzó entonces, los anglicanos lanzaban acusaciones usando como vocero al clérigo, y el cuáquero se defendía de la mejor forma que sabía hacerlo, calmado y siempre diciendo la verdad. Pero el clérigo no era un adversario fácil, conocía muchas costumbres religiosas.
- ¿Juras acaso, cuáquero, que estás diciendo la verdad tal cual la interpretas?
- Yo no juro, sólo digo siempre lo que considero verdades.
La respuesta alborotó a todos, al rey inclusive.
- Pero, ¿juras que dices la verdad? –repitió el clérigo.
- Te he dicho que no juro.
La cosa estaba inclinada, sin duda, hacia el clérigo. De todas formas, al rey no parecía interesarle mucho el asunto y esto no era bueno para los acusadores, ya que no condenaría a nadie, a menos que el acusado representara un problema para la Corona o que le resultara conveniente, y la verdad era que no veía una amenaza, se podía notar, en el joven cuáquero. Así, la disputa estaba por quedar inconclusa cuando al clérigo se le iluminó la memoria, y, pidiendo permiso a Su Majestad, habló.
- Joven cuáquero, respóndeme con la verdad, ¿acaso tú pagas el diezmo?
- Tu sabes bien que no…has conseguido lo que querías –dijo el cuáquero, ya imaginando que el rey tomaría una decisión muy poco favorable para él.
Y la verdad es que así habría pasado de no ser que el rey estaba de bastante buen humor ese día, se había levantado, como dicen, con todo su pie derecho. El solo hecho de dignarse a oír tal pleito demostraba con pruebas fehacientes el buen humor de Su Majestad, que luego de pensarlo unos momentos, declaró:
- Haremos lo siguiente: cada una de las partes me entregara, en el menor tiempo posible, un escrito que logre ayudarme a tomar una determinación en este pleito que ustedes sostienen. ¿Están de acuerdo?
Todos aceptaron la propuesta del rey. ¡Qué muestra de sana justicia!, comentó alguno.
El clérigo, que dominaba mejor el arte de la adulación que el del razonamiento, redactó un texto de tal melosidad, que el rey ni siquiera logró terminar de leerlo. El joven cuáquero, a su vez, nunca escribió nada. Sólo se limitó a esperar sentado hasta que llegara su turno y, cuando así pasó, sacó un libro que tenía envuelto en unas telas y aseguró que era de su autoría y que su majestad encontraría allí una epístola dedicada al él. El texto era bastante extenso, pero una parte logró conmover a Su Majestad. Decía de esta suerte:

“Has probado la dulzura y la amargura, la prosperidad y las mayores desdichas; has sido expulsado del país en el que reinas; has sentido el peso de la opresión y debes saber cuán detestable es el opresor ante Dios y ante los hombres. Que si, tras pruebas y bendiciones, tu corazón se endureciese y olvidase al Dios que se ha acordado de ti en tus desgracias, tu crimen sería mayor y tu condena más terrible. En lugar, pues, de escuchar a los aduladores de tu corte, escucha la voz de tu conciencia, que no te adulará jamás. Soy tu fiel amigo y súbdito, Barclay”.

El humilde y respetuoso texto alcanzó, no sólo para dejar en libertad al cuáquero, sino también para terminar con las persecuciones a esta secta tan particular.

NOTA: resulta obvio que los hechos históricos están adulterados, pero Robert Barclay sí entregó ese libro a Carlos II, el libro (cuyo nombre era Apología de los Cuáqueros) sí contenía esa epístola y, efectivamente, influyó en el cese a la persecución a los cuáqueros.

Texto agregado el 03-05-2007, y leído por 127 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
06-05-2007 Me impresionó bastante, la humildad como gran valor. Verdad en la conciencia. TE FELICITO POR ESTE TEXTO. marsolesca
 
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