Con el sudor de tu rostro…
Cuando el profeta Daniel por fin pudo gozar, luego de serias complicaciones, del favor del rey Nabucodonosor, vio que su vida se hacía menos complicada. Ya lejos de la mirada inquisitiva del rey, el joven profeta había logrado formar su hábitat, su círculo, por decirlo de alguna manera. Un entorno en el que gozaba de considerable autonomía.
Cierto día en que el profeta estaba en sus aposentos, algunos de sus discípulos le llevaron ante su presencia a un joven al cual acusaban de ateo. Daniel, antes de hablarle al joven, se dirigió a sus discípulos, y con su piadosa personalidad les dijo:
- Hijos míos, no estéis tan ansiosos por acusar, puesto que, como os lo enseña la experiencia, algún día seréis acusados vosotros.
Todos los discípulos, sin excepción, bajaron la mirada y pidieron sus más sinceras disculpas. Entonces Daniel habló al muchacho:
- Tranquilo, hijo mío, aquí no seréis acusado.
- No tenga cuidado señor –contestó el joven–, no me molesta ser acusado de ateísmo, puesto que no lo considero un crimen.
- Ya entiendo –respondió el profeta–. Dime entonces, ¿a qué dios adoras?
- A ninguno, señor.
La respuesta puso en aprietos a Daniel. No hubiera sido tan complicado si el muchacho creyera en otro dios, pues ya teniendo la fe en su interior, lo único que tendría que hacer era cambiar el objeto de esa fe. Distinto y mucho más trabajoso se le hacía al profeta sembrar la fe en un ateo. Sin embargo, hizo el intento:
- Pero, hijo mío, en algo tienes que creer.
- Creo –respondió el joven– que nacemos, vivimos y morimos sin más asuntos. Creo que nada se puede hacer al respecto y creo también que no habría que darle tanta importancia.
- Hijo mío, cuando madures te darás cuenta que tienes que seguir a alguien, aprender de ese alguien y obedecer sus enseñanzas. De lo contrario, tu vida estará vacía sin un código bajo el cual vivir, ¿comprendes?
- ¿Y ese alguien sería Yavhé, su dios?
- Así es hijo mío, veo entonces que sí me comprendes.
- Comprendo, mi señor. Pero, ¿no dice Yavhé acaso que con el sudor de tu rostro comerás el pan?
- Así es, hijo mío –contestó Daniel emocionado–, veo que sabes.
- Sin embargo –respondió el joven–, yo no veo que de su rostro, mi señor, brote el sudor y, a juzgar por sus anchuras, parece ser que ha comido bastante más pan del que un solo hombre puede conseguir. Creo, así, que se ha estado comiendo el pan de los que sudan a su alrededor.
Cierto era, Daniel estaba excedido. Pero era muy sensible sobre su peso y mandó a decapitar al joven ateo. Ocurrido este incidente, ordenó a sus discípulos que nunca más le lleven a nadie que fuese ateo.
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