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Dos símbolos.





Hemos sido enviados por Su Majestad, el rey Luis de Francia, a una de estas incursiones cristianizadoras que parecen no tener fin. Hace poco he decidido escribir algo sobre este trabajoso viaje. No con la intención de que quede para la posteridad (¿o tal vez sí?), sino porque siento el impulso irrefrenable de escribir lo que está pasando en mi cabeza. No sé qué día es hoy, ni siquiera tengo una noción aproximada. Lo único que sé es que el 31 de marzo del año cristiano de 1248, Su Majestad decidió que era necesario cristianizar a los infieles sarracenos, si no mediante la palabra, al menos con la fuerza de las espadas de temibles caballeros. Yo soy uno de ellos.
Hoy estuve recorriendo las campañas y he notado algo que me llamó la atención, he visto que hay muchos más caballeros y guerreros, que hombres de palabra y fe. Me parece que el rey tendría que haber expuesto su verdadera intención. Las palabras influyen más cuando la espada se utiliza primero. Yo mismo he visto a los pocos hombres de fe instando a nuestros guerreros a la batalla. Pero también los he visto llorar y gritar cuando los poderosos sarracenos atacaban.
Ellos, los infieles, tienen su dios, Alá. Nosotros tenemos el nuestro. Ellos están dispuestos a morir por su dios, nosotros morimos con temor y ni siquiera tenemos bien claro por qué. Nuestros hombres de fe nos regañan en todo momento con sus sermones, pero nunca nos han dicho en qué consiste esta religión por la cual estamos muriendo y, lo que es peor, matando a mujeres y niños. Muchas palabras que dicen pocas ideas.
En Chipre nos invadió una peste que desbarató a todo el ejército. Sin embargo (pues imagino que también la sufrieron), los infieles parecían más fuertes que nunca. Si estamos obrando en el nombre del Señor del Mundo, ¿cómo es que nos ocurren estas desgracias? ¿Acaso nuestros hombres de fe han entendido mal el mensaje? ¿O será que el mensaje de nuestro Señor viene cargado de maldad? ¿Y si nuestro dios no fuera el verdadero? No quiero seguir con estas preguntas porque no sé hasta dónde pueda llegar y creo, cada vez con más fuerza, que temo a la respuesta.
En Egipto, algunos de nuestros caballeros fueron capturados por los sarracenos, pero –y esto me llamó la atención– al poco tiempo regresaron todos con vida. Uno de ellos habló conmigo antes de desertar y marcharse, según me dijo, a África. Me habló de las cosas que le dijeron. Cosas que ni recuerdo. La memoria no funciona muy bien en medio de tanta matanza. Pero eso no importa, lo que importa es que nuestros hombres regresaron con vida. Si los que leen estas líneas tan sólo supieran lo que nosotros hemos hecho con nuestros prisioneros… De todas maneras no siempre es así, yo mismo he visto, y con Dios de mi testigo, a nobles y fuertes caballeros ser víctimas de las más crueles torturas. Los sarracenos saben lo que tienen que hacer a la hora de dar castigos ejemplares. Sin embargo, aun siendo ellos los hombres más crueles del mundo entero, no debo olvidar que fuimos nosotros, con nuestra santa misión, quienes en esta ocasión hemos lanzado el primer ataque.
Es confuso para mí, saber quién atacó primero. Me refiero al génesis de esto. ¿Invadieron ellos o lo hicimos nosotros? ¿Cuánto tiempo atrás habrá que retrotraerse para averiguarlo? Muy poco nos enseñan nuestros sacerdotes, no sé si se guardan el conocimiento o si es que realmente no lo tienen y nunca lo tuvieron. Toda nuestra religión, todo aquello en lo que creo, mi fe, todo se basa en el principio de la ignorancia, en un dios que nadie conoce y nadie sabe de qué es capaz. El código de caballería que juré proteger nos impele a la obediencia y a despojarnos de toda nuestra voluntad. ¿Qué es lo que pretenden de nosotros? Sin embargo, y hay que admitirlo, ellos (los esforzados sarracenos) se parecen bastante a nosotros. A su dios no lo conocen y deben renunciar a la voluntad para ser verdaderos hombres. Ellos ejecutan infieles, nosotros limpiamos en la hoguera las almas corrompidas. Todo esto realmente es enfermizo, corrosivo. ¿Quién les dio, a estos alfeñiques de túnica, la facultad de decidir qué alma está corrompida, de decretar qué está bien y qué está mal?
Esta mañana he decidido dejar atrás las leyes de los hombres y seguir sólo las de Dios, porque, ante la duda, prefiero temerle a ignorarlo. No voy a tener represalia alguna, los alfeñiques de túnicas me necesitan, soy uno de los mejores caballeros que hay en la campaña, si no el mejor, y sé además que no voy a salir con vida de esta santa misión, jamás voy a tener que comparecer ante el tribunal humano. Sólo tengo una duda que no me deja estar, ¿cuál de los dos es el dios al que debo temerle?

Cuenta la leyenda, que el Caballero de las dos Reliquias –así se llamó a este hombre–, cuando cayó herido de muerte durante la batalla que tuvo lugar en Damieta, sacó un crucifijo (símbolo del cristianismo) y una media luna (símbolo del mundo islámico), y rezó a ambos dioses. El pobre caballero, si es que algún dios existe, quedó condenado para siempre. Sólo por dudar.

Texto agregado el 02-05-2007, y leído por 407 visitantes. (1 voto)


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