Teodocio Fernández, editor.
Teodocio Fernández era un editor un tanto particular. Era muy bueno en su trabajo, eso no hay que ponerlo en duda. Sabía cómo y dónde introducir sus libros y, algo muy importante, le gustaba lo que hacía. Había tenido siempre la precaución de rodearse de gente con talento para el trabajo y era de los que preferían participar de forma activa en todo el proceso de edición. Nunca subestimó un manuscrito y siempre se hizo del tiempo necesario para leer todo lo que recibía. Claro que cuidaba mucho el perfil que quería lograr y justamente esto era lo que lo llevaba a participar tanto. Y justamente esto también, fue lo que lo llevó a los asuntos que nos atañen. Teodocio tenía muchos valores y muchas convicciones, tal vez en demasía para un hombre de literatura, y sin duda, innecesarias para un hombre de edición. Esto no sería un problema, pero en Teodocio Fernández sí que lo era. Siendo joven, con algunos libros leídos y muchísimos aún por leer, estaba abierto a aceptar cualquier manuscrito, ya lo hemos dicho. No obstante, con el tiempo y con más libros en su cabeza, comenzó a ponerse exigente. Repetimos, esto no es un problema, muchos editores pueden ser exigentes en su lectura pero saben también que publicar un libro es justamente lanzarlo al público lector y dejar que éste decida qué leer y qué no. En todo caso, el editor siempre tiene la libertad de no publicar una obra si así lo desea, o si considera que no encuadra con su perfil. Pero Teodocio era un tipo temperamental y actuó de otra manera.
Su carrera como editor se puede resumir, a muy grosero modo, en tres períodos.
Un período en el que estaba dispuesto a editar lo que fuera, consideraba que no estaba facultado para juzgar a ningún escritor o censurar al lector. En definitiva, no podía decir que no.
Su segundo período fue distinto, quiso hacer algo por las mentes dormidas y decidió editar libros que realmente valieran la pena según sus parámetros. Este período no fue el más lucrativo, pero Teodocio, como sabemos, conocía bien el negocio del libro y se las rebuscaba.
Finalmente, el tercer período es en el que nuestro editor perdió los estribos por completo, ya no se conformaba con descartar lo que no considerara buen material, sino que hacía fuertes críticas a los autores, en su mayoría, muy hirientes. Pero esto tampoco alcanzó. Teodocio Fernández consideró que tenía que hacer algo al respecto y su carrera vio el ocaso, se cree, de la siguiente manera: tomaba los manuscritos que le enviaban los escritores, los hacía revisar por correctores muy estrictos que observaban, en forma tajante, todas las reglas de la escritura; acto seguido, los analizaba él mismo y, ulteriormente, los editaba, imprimía y publicaba. El análisis de Teodocio era un tanto particular, alteraba el contenido de la obra lisa y llanamente. Cuando no le gustaba un concepto, sin ningún tipo de miramientos, lo cambiaba por uno suyo o por algún otro que hubiera leído por ahí, incluso de otro manuscrito en su poder. Nada lo detenía, incluso, en ocasiones, fusionaba dos manuscritos distintos, los pulía y los editaba con algún seudónimo que aludiera a los nombres de los respectivos autores.
Es de imaginarse que su sello editorial no duró mucho más tiempo. Sólo algunos de estos libros salieron a la venta y de Teodocio no se supo nada más… en la comunidad editora, claro.
Aunque no me lo crean, los libros del sello son muy buscados hoy en día. Todos quieren saber qué era lo que hacía este fulano.
Pocas veces tuve la oportunidad de leer algunos de estos libros (la editorial se llamaba Cámelot, por si algún día hallaren alguno de estos volúmenes) y les digo lo que encontré. No recuerdo sus títulos, pero recuerdo que uno era una novela romántica en épocas de la dictadura militar. Narraba una turbulenta y enojosa relación entre una muchacha de clase media alta y un joven que estudiaba para sacerdote. Hay que reconocer que en ocasiones, el narrador se tornaba algo meloso. Sólo transcribí algunos párrafos que me llamaron la atención aquella vez. Vean, el siguiente es un párrafo del narrador original.
“Ella no podía más con el amor que sentía por el joven aprendiz de cura. Habiendo sido rechazada varias veces por él, iba a esperarlo todas las tardes en la iglesia para decirle lo mucho que lo amaba. No se rendiría ante la adversidad, estaba dispuesta a luchar por su verdadero amor.”
En el párrafo siguiente se leía:
“¡Verdadero amor! ¡Puras sandeces! ¿Cómo alguien puede ser tan patético? No existe tal cosa como el verdadero amor, hay distintos amores y punto. No es cuestión de ir a molestar a una persona sólo porque pretendemos que es el amor de nuestra vida. ¿Y si lo conquistáramos? ¿Si conquistáramos ese amor? Tenemos que darnos cuenta que sólo está con uno por la insistencia, porque le ganamos por cansancio. ¿Eso es amor? ¡Basura!”
La novela contaba de doscientas páginas. Pasando la página cincuenta, situaciones como la anterior, se encontraban con más y más frecuencia. Por ejemplo, luego de describir a un personaje femenino casual en la obra, el autor reflexiona sobre el asunto con el siguiente comentario:
“Cuán irritante resulta una mujer superficial, cuyos insignificantes encantos, seductores los primeros días, resultan aburridos y grotescos con el tiempo.”
Inmediatamente seguido, la nota de Teodocio:
“¿Irritante? ¿Insignificante? Seguramente tu personalidad vomita inteligencia. Me imagino lo seductores que deben ser tus encantos. Además, si uno se aburre, busca otra pareja. Para eso mismo existe la separación…¡Qué zopenco! ¿Quién te crees que sos?”
Como verán, Teodocio ya no se privaba de nada. Estaba dispuesto a todo para combatir lo que él consideraba que estaba mal.
Ya por la página 160, el autor escribe:
“Ella sabía muy bien cuál era el problema de su amado: si bien él aseguraba que había hecho votos sublimes, lo cierto era que tenía miedo, miedo al riesgo, miedo al compromiso.”
Sigue Teodocio.
“¡Seguramente! Miedo al compromiso. Sigan pensando así y nos vamos a ir todos por el caño. ¿Riesgo de qué? Quien se compromete no se arriesga, al contrario, busca achancharse. Nada más alejado del riesgo que el compromiso. ¡Póngase de acuerdo, hombre!”
Lo cierto es que la novela, según recuerdo, estaba plagada de situaciones como las transcriptas. Imagino que debe ser uno de los últimos libros de la editorial, ya que Teodocio no da tregua al narrador. Es notable todo su mal humor.
El libro en cuestión, hace tiempo que no está en mi poder. No sé, tal vez lo presté a alguna de esas personas que tienen por costumbre llenar su biblioteca con libros ajenos que jamás leerán.
Un segundo volumen que tuve en mi poder fue un libro de cuentos donde Teodocio se enfocaba en el último de todos. Recuerdo el título, se llamaba: “El fantasma de la biblioteca”. La trama consistía en una joven pareja que, estando muy enamorados, deciden casarse. Pero como ocurre casi siempre, la relación se torna fría y distante. El muchacho hace todo lo posible para reconquistarla, pero es inútil, ella ya no lo ama y le es infiel con un compañero de trabajo. Todo desemboca en que el joven enamorado, no pudiendo tener a su amor, decide suicidarse para luego convertirse en el fantasma de la biblioteca en la cual trabajaba su amada esposa.
Este cuento es, sin duda, un deleite para el mal genio de Teodocio Fernández. Veamos, pues, cómo reaccionó.
Debemos reconocer, antes, que la existencia de un fantasma en nada afecto a Teodocio, no parecía tener nada en contra de la literatura fantástica, pero vean lo demás.
“Ambos iban de manera tranquila, sin apresurarse, aunque ninguno de los dos lo había pactado así. Se desenvolvían de una manera muy prudente, ninguno quería dar el primer paso, no por soberbia, sino por cautela. Ninguno de los dos quería arruinar la situación actuando de forma brusca o grosera. Tal era el amor que a este punto sentían estos jóvenes, que, ni ella se creía merecedora del amor de él, ni él merecedor del amor de ella. Eso pensaban ellos, cualquiera que los hubiera visto, y de hecho todos ya lo habían notado, afirmaría que estas dos personas no podían hacer otra cosa más que estar juntos para siempre.”
El anterior, es un párrafo del comienzo y el primero que rubrica Teodocio:
“Este fulano habla como si los estuviera mandando a la guerra, cuando sólo se están por poner de novios, ¡casi como lo hace todo el mundo, che! ¡Prudencia, dice! Además, para siempre me parece demasiado tiempo.”
Más adelante, cuando ya los jóvenes estaban casados, el autor deja ver que el muchacho estaba muy enamorado de la chica, pero lo hace de una forma tan melosa, que Teodocio no tuvo otra alternativa que reaccionar. Así dicen las líneas originales:
“No quería (el muchacho) estar todo el día encima de su esposa, aunque lo necesitaba, porque temía que ella se sintiera ahogada en su alma por tantas declaraciones amorosas, así que había ideado distintas maneras sutiles de demostrarle su amor a diario, sin parecer cargoso. Prácticamente no pensaba en otra cosa debido a lo arduo de esta empresa.
”Trataba de halagarla cuando tenia oportunidad, pero en una forma casi se diría que fría. Comentaba, siempre que la charla era oportuna, sobre su belleza o sobre la fortaleza de su carácter, pero a modo de comentario secundario, como introducción para otro tema de más importancia. Escribía poemas en los cuales ella era la protagonista y los dejaba donde pudiera encontrarlos, pero siempre con una advertencia de privacidad, incluso buscaba la manera de tener encuentros con las amigas de Emilia para así poder comentarle lo mucho que la quería y admiraba, encargándole que de ninguna manera se lo digan a ella porque se sentía avergonzado. Por supuesto que él sabia que su esposa se enteraría rápidamente. En definitiva, había puesto todo su ingenio al servicio del amor y del romance. Todo un cortejo constante y con muy buenos resultados, desde ya.”
A continuación está la respuesta del editor:
“¿Qué estupidez es ésta? Yo no veo ingenio en las sandeces que se describen anteriormente, es más, si obtuvo buenos resultados, empiezo a dudar de la inteligencia de la tal Emilia. No me quiero ni imaginar los poemas”.
Este párrafo demuestra claramente que Teodocio no leía la totalidad de los textos para luego criticarlos, sino que lo hacía sobre la marcha, queda evidenciado en el hecho de que demuestra no conocer el estilo poético del muchacho (que al fin de cuentas es el mismo que el del autor) cuando al final del cuento sí hay un poema, y es interesante la reacción de Teodocio. Verán, cuando el amante del cuento se entera de que su esposa le está siendo infiel, decide suicidarse. A este hecho, Teodocio no le da tregua.
“Así que se suicida porque una mujer ya no lo ama. Me preguntó por qué considera que una mujer debería amarlo toda la vida. ¿Acaso se cree tan maravillosa persona que nunca nadie se va a cansar de él? Nadie, presten atención, nadie está exento de provocar hartazgo en otra persona cuando se trata de parejas amorosas. Nos han hecho creer que la pareja es lo ideal, que la monogamia prolongada es la regla y que todo lo demás es la excepción. Bueno, yo les digo que vean a su alrededor, despierten y entiendan que en la vida hay que conocer a varias personas. ¿Qué los impulsa a reprimir la naturaleza, el deseo? Si acaso alguien ya no los ama, prueben con otra persona, y luego con otra. Pero claro, está el asunto de comprometerse, ¿no? Bueno, me voy a tomar la libertad de ahorrarles disgustos, siempre van a sufrir por amor, pero también siempre va a haber tiempo para olvidar, siempre se puede uno quedar para ver qué pasa. En definitiva, me parece enfermo que alguien se suicide por una cuestión así. Pero lo que más me molesta es que este tipo presenta al suicida enfermo como una especie de héroe romántico. Si esto pasara sólo en los libros no sería un problema, el tema es que pasa en la vida real, lo que no puedo darme cuenta es de quién influye al final.”
En un momento de la narración, el autor, entre párrafo y párrafo introduce un verso de pésima calidad que Teodocio aparentemente se negó a editar en la forma normal construida por el autor, en cambio, esto fue lo que se publicó.
“Atención lectores de esta abominación de la literatura, quiero persuadirlos de que abandonen la lectura y lo haré mostrándoles un verso que este fulano había incluido en el texto original y que yo, por pudor, no me atreví a editar; dice así:
(Emilia estaba cambiando,
pero su amante en poder de Eros,
la seguía amando.)
”Qué decir de semejante atrocidad, si con esto no abandonan el libro, entonces ya no sé qué más hacer.”
Las criticas continúan prácticamente sin pausa, nada puede decir el autor, que no altere a Teodocio, pero al final está lo mejor. El protagonista del cuento, antes de suicidarse deja una nota a su amada, algo bastante predecible, pero también entendible, por lo que Teodocio no objetó nata sobre el asunto. Distinta fue la suerte del contenido de la nota:
“Ángel de mi amor, protectora de mi espíritu, alguna vez me diste una razón para vivir: tu amor; otra vez me diste una razón para morir: tu traición. Hoy me entrego a la Parca pidiéndole sólo una cosa, que convierta a este odioso edificio en mi mausoleo eterno, para así poder pagar mi gran pecado, aquel por el cual dejaste de amarme”
Continua Teodocio:
“Primero que nada, un amor no es la razón para vivir. La razón para vivir es vivir. Muchas cosas conforman una vida. Asimismo, tampoco una traición es motivo para morir. A las personas les digo desde ya que van a ser traicionados un gran número de veces, eso es certeza. Pueden ser traicionados por sus amantes, por sus amigos, por sus familiares, por sus gobernantes, ¡hasta por sus mascotas, por amor de Dios! ¿Acaso también se van a suicidar por eso?
”Otra cosa, ¿por qué cree este simpático personaje que a cometido pecado? ¿Será que es tan tonto como para atribuirse el total de la culpa? Entendamos una cosa, en cuestiones de relaciones de pareja, la culpa, sin excepciones, se reparte en mitades iguales. Están confundidos, tanto aquellos que culpan completamente al otro, como los que se culpan a sí mismos de todo. Esto no habría que decirlo por lo obvio que parece, pero créanme que es una formula muy poco usada.”
Hubiera sido bueno experimentarlo, pero no pudiendo hacerlo, me interesa que imaginen la expresión de los autores que, de entrada, recibían volúmenes mucho mayores al que habían imaginado en la primer entrevista con el editor; un libro de 200 páginas en su original formato, luego de pasar por Teodocio y por la imprenta se convertía en un volumen de casi cuatrocientas páginas en algunos casos extremos, como el anterior.
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