Cuando se prendieron las luces en el cuarto, todos los presentes estaban muertos. Dos se habían asfixiado mutuamente, una había reventado su cabeza a golpes contra la pared, su sangre salpicada sobre los muebles y los cuadros futuristas. Echado sobre la mesa, uno se había apuñalado los intestinos con un cuchillo, uno de mesa sin mucho filo, redondo. Una mujer en todo su esplendor formal, en un extremo del gran salón, se atravesó la cabeza con una estaca, una pata que arrancó a una silla. Junto al enorme ventanal contra el que azotaban las ramas de un árbol en el jardín, un hombre mayor, gordo y con bigote colgaba de la cuerda de las cortinas. Otro hombre, este joven y buemozo, colgaba boca abajo del enorme candelabro que se columpiaba desde el techo, impulsado por su peso. Así había muchos más, uno de los más impresionantes siendo un hombre que intentaba arrastrarse de un extremo al otro del cuarto, dejando un rastro de sangre parafernálico y pompadosádico: se notaba que en la oscuridad había intentado alcanzar la otra mitad de su cuerpo, que yacía confundida en el suelo al otro extremo de donde se encontraba, tropezada ciegamente con alguna silla o algún cadáver.
La sangre lo cubría todo, todo, asquerosamente, polucionando las paredes y los muebles y los cuerpos sin vida, impregnándose en los tejidos corporales y textiles y emanando un olor fétido de vida muerta. Se mezclaba en la mesa con los platos servidos, teñía las copas de agua y de vino y embarraba de rojo las carnes blancas de ave pudiente servidas sobre plata en una cocina grandilocuente.
Todo en el cuarto era extraño y asqueroso, pavoroso, como sacado de una pintura de Bosch o de una película de terror de los años cincuenta. Todo excepto el gatito. Era pequeño, muy pequeño, joven y tiernísimo, completamente inmaculado de sangre o mugre o cualquier otro de los fluidos corporales que contaminaban el ambiente en cualquier estado de la materia. Ronroneaba suavemente, centrado en el centro de la enorme mesa de banquete, lanzando tímidamente los ojos hacia todos los rincones, curioso, intrigado, pero no se movía de su centro. Alzaba la pata derecha y se la lamía con lujuria y arrogancia, sin dejar de ser indiferente a la masacre y la destrucción que lo rodeaba. Uno estaría tentado a pensar que era cómplice, que ocultaba algo, que lo sabía todo y jamás diría nada: uno estaría tentado a pensar que él mismo, pequeño, inocuo, era el causante de todo ese desastre.
Pero era tiernísimo, de un marrón suave, pero las patas y la punta de la cola eran de un marrón oscuro, casi negro, al igual que dos motas en torno a sus ojos y sus orejas. Los ojos, de un verde intenso, hipnotizaban, y no sería muy difícil que un hombre o una mujer mataran a un semejante bajo el efecto psicotrópico de esos ojos. O que un hombre o una mujer perdieran por completo la razón, siendo incapaces por completo de sacarse la imagen de esos ojos de la cabeza, incapaz de dejar de recordarlos, junto con su dueño, su maestro, su amo y señor en esta y cualquier otra tierra. Su pelaje, su cola, sus ojos, sus manchas, su suave ronroneo infantilista, infantilizante, que relajaba, que ensordecía y cegaba y abría los sentidos por completo. Puro y limpio, sin una mancha de sangre encima, tal vez sin siquiera sangre propia, incorruptible, incapaz de reducirse.
Perdón, pero no puedo seguir. Me está llamando, y no está entre mis facultades el resistirme. Solo espero que esta vez no sea tan malo como la última. Creo que ahora me toca limpiar, mientras aún es de noche.
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