Informe del espectro número 734.534/07/1945
Me dirijo a Su Majestad con todo el respeto que soy capaz de concebir. Me piden que realice un informe acerca de mi muerte que no supere los dos mil quinientos caracteres. Creo que la muerte es algo muy importante en la vida de todo ser humano y que un informe acerca de ello no puede –no debe– tener menos de dos mil ochocientos caracteres. Pido disculpas por mi osadía, pero prosigo.
Antes que nada, Su Majestad, no tengo pensado presentar ninguna queja acerca de mi condena eterna en el Infierno. Ciertamente, no esperaba otra cosa para mí, en vida, intenté ser escritor.
En fin, estaba yo trabajando en una novela, algo de poca monta –si se me permite el término– cuando vi a aquel inmundo insecto, una araña. Dicen que en realidad no son insectos, puedo conceder eso. Pero no cabe duda de que son inmundos. Desconozco qué clase de araña era y no creo que importe ahora. Era grande y negra. Siempre odié a esos seres. Mi reacción inmediata fue matarla. Tomé el insecticida y la rocié. La etiqueta del aerosol aseguraba la muerte instantánea. Lo creí. En cuestión de segundos ya estaba listo para seguir con mi triste e inevitablemente mediocre trabajo. Recuerdo que no alcancé a escribir seis o siete palabras y entonces sentí un agudo pinchazo en el arco del pie derecho (estaba descalzo pues hacía calor). La misma araña que antes creí muerta ahora se daba a la fuga. La cosa se había tornado en una disputa. La perseguí con intención de aplastarla con un pequeño y flexible volumen de La Metamorfosis, imaginé que Kafka era el indicado para acabar con la pequeña parca (siempre preferí a las cucarachas antes que a las arañas). El insecto –no me importa que no lo sea– se escabulló detrás de un sillón. Me incliné para averiguar su situación y fue entonces cuando sentí su mordida en mi mano. Caí hacia atrás, fue un movimiento reflejo. Con la nuca pegada al piso de madera color roble obscuro, volteé hacía un costado para recuperar a Gregor Samsa (lo solté al sentir el dolor) y lo inmediato que vi fue al insecto que otra vez me mordía, ahora, en la cara, cerca del pómulo.
¡Dios, me está asesinando!, pensé. Y era cierto. Al menos tres veces más pudo hincar sus mandíbulas en mi piel. Al final, la aplasté. Pero ya era demasiado tarde. Curioso, dos veces entró Kafka tarde en mi vida, la primera como mundo literario y la segunda como aracnicida –si no es una palabra, no me importa–, aunque en el primer caso es probable que haya logrado algo.
Traté de incorporarme varias veces sin éxito. Sentía frío, pero estaba sudando. Tenía fiebre. Quería pensar algo antes de empezar a alucinar, no podía estar muriendo, ¡no de esa forma! ¡Cuántos libros tenía pensado escribir! ¡Cuántos proyectos! Era –soy– joven. Me sentí ridículo por un momento (de lucidez). Todo aquello que tenía pensado decir y hacer en mi vida, toda la personalidad que pensaba enseñarle al mundo…sólo había estado esperando el momento adecuado. ¿Qué me había hecho sentirme especial? ¿Por qué pensé que el mundo me esperaría o acaso se fijaría en mí? ¡Una araña! Un ser insignificante. Le confieso, Su Majestad, que estuve muy indignado hasta estos últimos días en que me enteré que de no haber muerto por la ponzoña, de todas formas me habría matado esa sofisticada bomba atómica de los norteamericanos.
Lo saluda muy atentamente el espectro número 734.534/07/1945 desde las instalaciones infernales de Hiroshima, esperando con ansias el acceso a Dite.
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