Hay quienes aseguran que los hombres no tardarán en eliminarse unos a otros. Lo han intentado, con reales y sinceras ganas y en reiteradas oportunidades. El ancho mundo parece ser poco para el ser humano, la conquista en inacabable. Es, incluso, Bradbury quien asegura que no conformes los hombres con la Tierra, se lanzan a conquistar Marte. Allí llevan ellos su pestilencia, su guerra, sus celos, su envidia, y –por qué no– su empalagosa emoción.
Todas las profecías terminan en lo mismo, una batalla final, un juicio, un Ragnarok, o Tiamat despertando de su letargo y haciendo que los muertos devoren a los vivos en espeluznantes y horrísonas masacres de canibalismo. La muerte está en todo, es todo. A nadie le gusta morir pero a todos les gusta matar.
En lo que hoy es Irak, antes existía Ur, y antes de eso, la Ciudad de los Pilares. Siete pilares sobre los cuales descansaba el mundo, cada pilar, custodiado por uno de los Antiguos. A los Antiguos no les interesan los hombres, no es por ellos que sostienen y custodian los pilares, a los Antiguos sólo les interesa el mundo. Harían lo que fuera para protegerlo.
La Ciudad de los Pilares estaba escasamente habitada por algunos hombres, dicen que de los más justos. No había allí conflicto. La pivacidad –efecto primo de la libertad– era acaso el valor por excelencia. Nadie se atrevía a irrumpir en la vida de nadie sin antes contar con las necesarias autorizaciones. Conociendo este principio, escasa falta hace mencionar otras virtudes. Sin embargo, no duró para siempre, la ciudad comenzó a poblarse con las inmigraciones. Ciudadanos de todo el mundo civilizado querían ver cómo funcionaba la armonía del lugar. Pero los Ciudadanos del mundo civilizado no se conforman con ver, no tienen alma de espectadores, sino de actores. Pronto llegaron las ideas nuevas, los nuevos pensadores, algunos de ellos se hacían llamar a sí mismos estadistas, porque decía conocer perfectamente el funcionamiento del Estado, como si tal cosa fuera posible. Pero los Antiguos dejaron pasar.
Cuando la población creció en forma considerable, a alguien se le ocurrió que debería haber un sistema de leyes escritas basadas todas en un principio fundamental, en una constitución escrita por un simple mortal, con sus simples miserias y ambiciones; así, se creó un ordenamiento jurídico, y todos pensaron que así era mejor. Y los Antiguos dejaron pasar.
Ulteriormente, alguien –con sus propias miserias y ambiciones– acusó de injusto al orden jurídico reinante, y el pueblo preguntó: "¿Qué es injusto?" Y el hombre dijo: "Aquello que a mi no me sirve ni me gusta". Y el pueblo, aturdido por los gritos de este hombre, marchó junto a él en lo que se llamó: revolución (con todo lo que implica). Y el orden jurídico cambió y entonces fue justo, porque le gustaba a un hombre. Y el pueblo dijo: "¡Ese hombre tiene el Poder!" Y los Antiguos dejaron pasar.
Fue entonces cuando se crearon las clases políticas, y la política –arte de influir en el pensamiento y los actos de otros– se convirtió en el centro de toda vida. Y alguien dijo: "Hagamos que el pueblo se divida en clases, que los pocos tengan más y los muchos tengan menos. De esta manera, pelearan entre ellos y nosotros podremos obrar". Y así se hizo. Y el pueblo combatió entre sí. Y los Antiguos dejaron pasar.
La clase política no tardo en decir: "Ahora que están golpeados, confundidos y débiles, inculquémosles valores absurdos, alabemos a la ignorancia y harán lo que se nos antoje. Creemos instituciones en donde aprendan a ser un rebaño". Todo esto se hizo, pero no conformes, alguien propuso: "Ahora ya es tiempo de que avasallemos su intimidad, adueñémonos de su privacidad y estarán en nuestro poder". Y así se hizo, y mientras tanto, el pueblo siguió peleando entré sí. Pero los Antiguos ya no dejaron pasar, y pensaron –al igual que Yavhé– que todo estaba perdido. Así, urdieron la destrucción de sus caros ciudadanos.
Diómedes fue el elegido como némesis de la Ciudad de los Pilares. Fue Pazuzu –o acaso Shub-Nigurath– quien pidió al rey que liberara sus yeguas antropófagas por toda la ciudad. El paisaje fue crudo, una masacre de pesadilla. Los equinos del rey no tardaron en devorar hasta el último de los habitantes. Ése fue el fin de la Ciudad de los Pilares, acaso sus habitantes lo estuvieron esperando, deseando. Nunca más hubo quien pise su suelo (salvo por el Árabe Loco ). Sin embargo, los Siete Antiguos no están conformes, Ellos culpan a la corrupción del mundo de provocar la decadencia de su paraíso. Es por esto que están a la espera, ocultos tras el Umbral.
|