Payaso bailarín
Me habían dicho que Lillo era quien bailaba vestido de payaso. No imaginé que aquel viejo aserrador, diestro en trepar a los árboles, fuese el danzante. De cara terrosa, cuarteada y con ojillos que simulan persianas entrecerradas.
Llega antes de que despierte la mañana a la falda para aserrar la caoba, el cedro o el carboncillo. Es el oficio que aprendió y sabe del quehacer, pues una tabla serruchada por él mide una pulgada por cualquier lado. Lo hace a escondidas de los militares, por encargo de los ricos. Es un trabajo duro que lo contrapone con sus emociones, por lo que murmura en totonaco un rezo de perdón. Tirar el árbol, derramarlo, trozarlo y después, con rústicas poleas, subirlo a una tarima exige destreza.
Trabaja en silencio. El único ruido que se escucha es el roer de los dientes de acero. Es una sierra manual, que exige un ojo aritmético y un pulso fino para mantener la dirección del corte. Su oído aparta el dolor de la madera y se concentra en las pisadas de caballos o voces humanas. Oído de centinela.
Por las tardes deambulaba por el parque, por la iglesia o el palacio municipal y al saludarlo, sabías que su mano es una pinza revestida por una piel gruesa. LLeva el cabello corto, que lo cubre con su sombrero de palma; bajo la frente, surcada por hondos canales, se ven unos ojillos que parecen ver más cuando los entrecierra, pero nunca adivinas qué hay detrás. Sólo miras una carnosidad, que amenaza con invadir la pupila o saltar sobre ti.
Las fiestas del pueblo estaban por terminar, cuando en la tarde fui a la plaza. El ruido de tambores y violines y la gente arremolinada, me guió y pude atisbar entre la cerca de hombros y sombreros, el baile del payaso.
En medio del rectángulo estaba él; en cada ángulo un bailador. Movía hombros y piernas con la gracia y la elasticidad de un potro; se acercaba a cada uno de los danzantes y, bajo el influjo de la música, estremecía su cuerpo, lo hacía temblar durante unos minutos y, con vertiginosa armonía, danzaba saltando de una esquina a otra. Tal parecía un reto, que después finalizaba consigo mismo. Bailaba solo; sus acompañantes habían desaparecido y entre el silencio y la risa destacaba más su profunda soledad: se hacía irreal, sin tiempo, y era sin duda un espíritu libre, lejos de la pobreza y la miseria diaria. Poco a poco doblaba su cuerpo con finos estertores, llegaban las convulsiones, y la muerte que coincidía con la nota aguda y lastimera del violín. El público lo miraba sobre el suelo y había tristeza en sus ojos, como viendo parte de su vida en la muerte del payaso. Poco después cada uno segía su camino.
Jamás me habría podido imaginar que aquel aserrador con ojillos de camaleón y manos de madera fuese un bailador que tuviese la gracia de un colibrí.
Un mes después supe que estaba en el penal; su hijo, Nemesio, me contó, mientras íbamos a visitarlo, que quien lo había contratado, le dijo a los militares dónde estaba aserrando.
Le dejé unos centavos, y la promesa de estar pendiente de su familia. Salió un año después. Volvió a aserrar; sólo que ahora lo hacía por encargo de la autoridad; nadie como él para sacar la tabla: tan recta, tan limpia. Cuando llegaron de nuevo las fiestas, aquel payaso con cuerpo de potro y alas de colibrí, ya no daría más saltos de felino.
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