Era una dama vagabunda. Una gata callejera. Una perra olvidada de pena. Lastimada en su frágil realidad, vive el tiempo apremiada por un viento que azota su melena. En su inestimable sonrisa, alberga un corazón de artista, que muchos han querido dañar. Pero esa gata vagabunda…esa dama callejera…esa perra recordada por su alegría eterna…nunca ha dejado atravesar su corazón de mimbre y tierra. Cinismo dulce en su paladar, sus palabras lo vierten indicando al oyente su fino gusto por orar, delicado oído para escuchar y su inteligencia astuta para pensar.
En ella encuentras además de poeta, una gran compañera, una amable sirviente de sonrisas, una lágrima cuando se necesita y una mano a la que aferrar. Una mano, una lágrima, una amabilidad, que hacen de ti una amiga y no una conocida en la que no poder confiar.
Nuevemil lágrimas de acero que traspasan el corazón de mil muertos antes de caer al suelo del olvido.
Nuevemil sonrisas de bronce y oro que arrancan el alma a cualquier vivo que logre encontrar su espíritu escondido.
Más que cuerpo, vagas por el cielo, con el fin de buscar algo nuevo. Pero el pasado llama a tu puerta y tu abres confiada, porque Nuevemil de acero y oro se deja confiar. La daga, aquella que escondiste, vuelve lentamente a rasgar tu cuerpo. Y una vez más Nuevemil de acero y bronce cae en el remolino del recuerdo porque nunca ha podido olvidar.
Tras pena y gloria recompuesta, te crees muerta y estás tan viva que pareces brillar. Hoy, la sonrisa clara, la mustia mirada, ha corrido despavorida para dejar tu rostro espléndido, lleno de regocijo y quizás miedo, ante tanta felicidad.
Esclava de tu pasado, hoy ya las cadenas tornan guirnaldas para vivir tu propio presente.
Nuevemil de acero y bronce se convierte en Nuevemil rosas, que jamás nadie volverá a marchitar. |