Había una vez un caballero errante. De blanquecina armadura, triste figura, hiriente al tacto por su cínico aspecto y lengua viperina.
En la soledad de su torre su papel era el del guardián de la nada, que asolada, estaba en la parte más alta de esa atalaya. Por eso, nuestro irónico guardián jugaba con ella a adivinanzas…y siempre ganaba.
¡Cómo gozaba! Siempre que le adivinaba la palabra en su mente, era su momento. Allá en la crepitez de los muros de piedra, más allá de donde cualquier ser racional había perdido el juicio, se levantaba imponente el ego del sarcasmo, encarnado en ser viviente.
Algunos días, en su solo pesar, contemplaba la nada con cierta envidia. Ella parecía feliz en su soledad, en la nada con la nada. Y simplemente vagaba, por los días, los segundos y los años. Sin nada más que su inmensa nada.
Pero él, su guardaspaldas, a veces llegaba a pensar que estaba solo. Que la nada en realidad era nada. Y envidiaba las pelusas que se colaban por la gran ventana.
¡Qué esponjosas parecían! Le daban ganas de abrazarla para rozar su triste silueta con algo sólido, en vez de siempre con la misma nada. Y, mientras sus pensamientos volaban, ellas hacían lo mismo por las salas. De repente caían poseidas de una gran pesadez, para luego alzarse con una pequeña ráfaga de viento helado, que provenía del Norte, más allá de las montañas que se divisaban en el ventanal.
Seguía pensando en su nada. En sus pelusas. En su increíble fortaleza que él guardaba.
Y de repente se preguntó qué es lo que guardaba. ¿La nada? ¡Ella era mayor para cuidarse por si sola! ¿Entonces…qué?
El hidalgo, no manchego, sino de una tierra más lejana, se puso en camino hacia la ventana para mirar al horizonte. Nunca antes se había asomado a ese gran ojo del mundo y entusiasmado contempló una gran mundo que le esperaba, ansioso de conocerle y reirse de sus gracias, escuchar sus llantos y vibrar con sus pasos.
Miró hacia abajo de su torre y pudo contemplar un gran abismo. Un foso inmenso, donde los cocodrilos invisibles le decían que no lo hiciera, que se quedara a salvo en su triste torre, con su inestimable amiga la nada. Le escupieron para que no saltara, le gritaron e insultaron diciendo que más allá habría mil peligros.
Sin embargo, él, volviendo su mirada sabia, mezclada con el miedo de los nuevos acontecimientos, se despidió de la nada. Ella ni siquiera le despidió. Él lo sintió, ya que siempre había estado con nada, y ahora quería hacerlo todo. Quería reir, gritar, llorar y sufrir. Olvidarse de la nada. Dejar de mirar las pelusas para rodearse de árboles.
Antes de saltar al vacío de la vida, agarró una de sus amigas pelusas entre sus manos. Su tacto, ahora ligero, le sorprendió gratamente. De ella se despidió fuertemente y, sin mediar palabra, saltó en busca de la muerte. |