Poder elevar los ojos al horizonte y con la mirada volar sobre los mares. Viajar más allá de donde cualquier otro pudo llegar, sentir la brisa en el rostro, con aroma a vida y sal. Planear junto a las gaviotas, observando a los peces danzar bajo las olas, esperando que algún imprudente se acerque de más a la superficie para atraparlo entre sus fauces. Saltando junto a los delfines intentando alcanzar el cielo para luego volver a sumergirse en las frías aguas del océano. Y nadar y nadar, cada vez más abajo hasta no poder ver lo que te rodea. Cuando la más grande soledad del planeta te rodea ves una luz que se acerca. No estás solo, nunca lo has estado. Una pequeña mota de brillantes colores da vueltas sobre ti pero rápidamente huye al ver que se acerca un horrendo pez. Sobre ti pasan los enormes calamares gigantes y pequeñas medusas de largos tentáculos. En la profunda oscuridad la luz resplandece en la vida y esta lucha contra las tinieblas haciéndose un hueco en la inmensidad.

Y ahora ascender de nuevo a donde no existe más que cielo y mar, allí donde se oye el canto de las sirenas entre el estrépito de la fuerte tempestad. Una bella melodía que atrae al más cauto de los marinos, arrastrándole a un funesto destino. Descansando entre los afilados dientes del mar. Con cada caricia de agua te trae la tranquilidad, llevándose la tristeza y la melancolía. Sentirte parte de un todo que te envuelve, donde no eres nada en comparación con lo que te rodea. Si, aquí está la paz.