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Teleconferencia

Estaban, por fin, una frente a la otra. Seis años habían transcurrido desde aquella separación que obligó a Rosalía a dejar su única hija de tres años, al cuidado de su hermana en la República del Salvador, con el fin de cumplir el propósito de alcanzar el “sueño americano”. Los apremios económicos, las desavenencias familiares y su condición de madre soltera en medio de una sociedad de medio pelo, aburguesada e hipócrita, fueron los principales elementos de presión que la obligaron a emigrar a los Estados Unidos de América. Muchas veces lloraba en silencio al recordar aquellos días cuando vendió las pocas cosas que tenía. Sacó los escasos ahorros de su cuenta bancaria y, sin pérdida de tiempo, hizo contactos con un “coyote” mejicano a través de la Internet, gracias a los datos que obtuvo de una amiga que ya había cruzado el Río Bravo. No fue nada fácil ponerse de acuerdo con aquel tipo. El dinero que tenía no alcanzaba a pagar ni la tercera parte de lo que el traficante de personas le pedía. Tuvo que acceder a un acuerdo de pago que debía cumplirse no más allá de los tres primeros meses después de su llegada a EE.UU. Ese acuerdo con un desconocido le costó mucho más que dinero; le costó sufrimientos y humillaciones que jamás imaginó pudiesen llegar a costarle.
Cuando dijo que se iría a buscar mejor suerte a EE.UU., su madre le pidió por favor que no se fuera, que siguiera junto a ella, que juntas iban a salir adelante. ¿Adelante de qué? Conocía a su madre. Sabía que ella era muy afecta a representar su melodrama de madre sufriente, justo en el momento en que la atención de todos estuviese enfocada sobre ella. Pero, detrás de esas lágrimas de cocodrilo, se escondía la ruin expectativa de recibir ayuda y dólares, como otras familias recibían de sus hijos que ya habían viajado. Ni hablar de sus hermanos. Casi la desollan viva cuando supieron que había quedado embarazada de Elizabeth, y que el padre era un hombre casado. Pero, ahora, al enterarse de su viaje, cosa que nunca supusieron que ocurriría, ya que su hijita sólo tenía tres años, y sabían que ella la amaba más que a nada en el mundo, ¿cómo habría de dejarla para irse a los EE.UU.? Ahora se acercaron y se ofrecieron para cuidar a su princesita, a su dulce sobrinita; mientras ella, la querida hermanita, estuviese lejos. ¡Hipócritas! Lo único que querían era el dinero que seguro le pedirían por cuidar a su pequeña. Allí fue cuando tuvo que resolver con quién dejaría a Elizabeth, hasta que pudiera volver al Salvador para llevársela con ella. Descartó a sus hermanos varones. Y, de sus tres hermanas mujeres, sólo podía elegir entre Marta y Adilia, de Jorgelina ni hablar, estaba involucrada con un hombre casado que era veinte años mayor que ella, pero que la mantenía y le cumplía todos los caprichos.
Marta tenía un hogar bien establecido, su esposo era comerciante y tenían dos hijos varones de siete y cinco años de edad. Pero también la descartó, al recordar que sus mismos primos fueron quienes la violaron a ella, en su propia casa, cuando cumplió los trece años. No quería que Elizabeth corriera el mismo riesgo, viviendo bajo esa misma amenaza.

Por descarte, sólo quedaba Adilia. Su hermana menor, recién casada con un muchacho evangelista que, luego de convertirla a su religión, la había llevado hasta el altar y ahora llevaban una vida normal y tranquila. Aunque su madre y sus hermanos se burlaban y decían que vivían en otra dimensión. Sin embargo, tanto Adilia como su esposo, observaban su fe con sinceridad, y eran los más indicados para confiarles a Elizabeth.

Los seis años transcurridos, fueron años de lucha, de moverse clandestinamente de un lugar a otro, de un trabajo a otro. Hablando cada tres o cuatro días por teléfono con su adorada Elizabeth, que iba creciendo en estatura y en conocimiento, pero lejos de ella. Esa hijita a la que no podía acompañar a la escuela. Que tampoco podía darle el besito de las buenas noches, imitando al Topo Gigio, como antes lo hacía. Esa niñita que estaba ahora a las puertas del desarrollo y la pubertad, dejando atrás la infancia, esa niñez que, como madre, en casi nada pudo acompañar, ni compartir a su lado.

Ahora, estaban frente a frente, mediante una pantalla de teleconferencias de ochenta dólares la hora. Seis años después. Imaginando cómo se vería. Qué estatura habría alcanzado. ¿Serían sus gestos como los de su padre? Su padre, aquel hombre sin igual, que tanto había amado en silencio y sin esperanzas.

Su corazón latió con inusitada violencia cuando Elizabeth apareció ante sus ojos en la pantalla, junto a su hermana Adilia. Adilia, con su largo cabello negro y su amplias faldas cubriéndole las piernas. Elizabeth, con una pollera que le llegaba hasta las rodillas y dos hermosas trenzas urdidas en forma de corona sobre su rubia cabeza. Pero, lo más increíble, lo conmovedor, eran sus ojos; grandes, azules y bellos; con un brillo alegre y robusto que hablaba de salud, libertad y firmeza. Esos ojos Rosalía los conocía muy bien, eran los ojos de niño del padre de su hija. Eran los ojos del amor de su vida.

Se vio a sí misma como no quería verse, ni quería que la vieran. En estos seis años había engordado cuarenta kilos. Su cabello no lucía como cuando salió del Salvador. Su cara era otra. Sus facciones se habían difundido en la redondez de un rostro carnoso y liso que la avergonzaba. Sus ojos, antes vivaces y francos, ahora se veían velados y tristes. Pensó que, tal vez, no había sido una buena idea lo de la teleconferencia con su hermosa hijita. Se sintió confundida, turbada y, sobretodo, culpable. Deseó escapar de allí cuanto antes.
Durante la conversación, su voz se diluía en explicaciones, razones y argumentos que trataban de justificar esos seis años, lejos del tesoro de su vida, lejos de su adorada Elizabeth. Pero, sobre todo, su pecho pareció estallar, cuando su hijita le preguntó: - Dime mamita, ¿por qué no tienes a Jesús en tu corazón?

Texto agregado el 01-05-2007, y leído por 130 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
29-08-2007 Texto muy sentido y desde luego con múltiples connotaciones y simbolismo para quien escribe, pero me temo que tiene un destinatario muy preciso que provoca que el lector instintivamente se aleje porque sabe que él no es el centro de atención, vamos, dificilmente se identifica. Un saludo cordial marxtuein
 
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