Dóciles y gruñonas como cachorros, amantes fieles que no claudican reclamando atención, se abren paso sin pedir permiso, desnudan al experimentado orador hasta quitarle el uso de la palabra y quiebran el equilibrio fabricado entre lo real y lo ficticio. Soplan fuego incendiando ciudades. Soplan agua de mar y llueven peces hasta en las laderas de las montañas. La inquietud por conocerlas es similar al temor por no reconocerlas. Los diccionarios no las incluyen, aunque tampoco simulan pretender estar incluidas en ellos. La vida las posee apuntando hacia arriba, e ignoran al infierno, aunque también se sienten excluidas del ciclo celestial, pues son demasiado unívocas para ser aceptadas dentro de una disyuntiva.

Acabo de descubrir una de ellas en la punta de la uña de un dedo de la mano derecha. Más que sorprendido, trato de tomarla con naturalidad, aunque temo que desaparezca así como vino. Creo que su presencia me indica la falta de algo, como la sensación de vacío que se apodera de uno al sumergirse en la oscuridad de la noche.

No era una, eran muchas. Laten todas como luciérnagas. Ahogan el ruido con su silencio luminoso. Cada vez que me extiendo sobre mi piel, dirigen el pulso hacia arriba. No son tontas, conocen mi forma de reaccionar y saben lo que hacen conmigo. Las dejo hacer, pues, a esta altura, ¿qué otro recurso cabe?