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EL APAGÓN.








La pequeña lámpara recargable de dos tubos de luz fría que le enviaran sus hijos desde el extranjero, se veía sobre el anaquel abarrotado de libros que se hallaba a la derecha del escritorio en que se encontraba leyendo. La cuidaba como un verdadero tesoro. Y lo era. Le revisaba el nivel de carga con regularidad para evitarse sorpresas e incomodidades. No más la usaba, aunque fuese por poco tiempo, inmediatamente la ponía a recargar en un enchufe de la pared. Era imprescindible. Sin que la lámpara hubiese perdido jamás la carga llegaba a sentir culpabilidad al pensar que pudiese ocurrir. Desde niño había sido muy estudioso, leyó todo lo que le llegó a las manos hasta graduarse de Bachiller y después de Médico en la Universidad de La Habana. Ahora, era profesor de la Escuela de Medicina de otra Universidad, en el interior de la Isla. Pero nunca había dejado de estudiar. Y en ese momento, escuchando de un viejo radio su música preferida, más de cuatro décadas después del triunfo de la Revolución, y con cerca de setenta años, todavía seguía estudiando en aquel pequeño cuarto de la casa. Eran las ocho y media de la noche y repasaba un Tratado de Cardiología que también le habían enviado desde afuera dos años atrás. Preparaba una clase para el día siguiente. Pero la vista se le cansaba. La fórmula de los lentes que usaba, y que no había podido cambiar por la falta de materiales mil veces prometidos, ya no le resultaba. Además, la debilidad de la iluminación que de un bombillo le llegaba del techo era más que insuficiente. Repetidamente disminuía el voltaje y la luz parpadeaba amenazante, sobre todo cuando arrancaba el compresor del refrigerador que estaba en el comedor, al otro lado de la pared. Cuando esto sucedía, levantaba la vista expectante hacia el bombillo que pendía del cable trenzado para después desplazarla hacia la lámpara recargable. A medias se preocupaba, siempre con un ligero sentir de angustia, no mucha, porque ya estaba acostumbrado y sabía que para nada de ello valía la pena ir más allá de una pequeña molestia y una mayor aceptación. Pero de ambos elementos luminosos dependía la noche. Durante la mañana y la tarde de ese día la electricidad se había ido tres veces por períodos más o menos cortos, entre quince y veinte minutos cada vez. Eso era una suerte. Normalmente duraban más. Bajo el parpadeo del bombillo estuvo por más de dos horas leyendo y tomando notas. En ese tiempo le sirvieron tres tazas de café aguado y vinieron las nietas con sus carreras y griterías a interrumpirlo. Las escuchaba todavía en el cuarto vecino mientras jugaban. Hasta que de pronto, cegándose, quedó en la oscuridad por el quinto apagón nocturno de la semana. Estos apagones en la noche solían tardar horas y a veces la electricidad no regresaba hasta la mañana siguiente. En la penumbra, sentado frente al escritorio, sin luz y sin música, esperó en vano unos minutos con la esperanza de que fuese una pérdida momentánea de energía. Hasta que, resignándose, prendió un fósforo para orientarse y se puso de pie. Activó la lámpara recargable y con ella encendida se dirigió por el pasillo hacia la sala y la puerta de la calle. Su sombra alargada y fantasmal lo perseguía mientras los muebles parecían desplazarse tenebrosos al paso de la luz. Quería cerciorarse de que fuese un apagón general y no un salto de fusible dentro de la casa. Cuando miró hacia el exterior, toda la zona estaba a oscuras. Se trataba definitivamente de un apagón. Regresó a paso lento a la habitación que le servía de refugio y cuarto de estudio con la paciencia que suele dar la costumbre de lo cotidiano. Al recorrer el pasillo de regreso aún escuchaba en los cuartos los lamentos y las protestas de la familia. Ellos no tenían cómo alumbrarse. Apartó unos papeles y colocó la lámpara sobre el escritorio. Encendió un cigarrillo y se sentó resignado a estudiar de nuevo. Observaba como la espiral del humo se disipaba al pasar del halo de luz de la lámpara hacia la oscuridad del techo. La necesidad, y el no tener alternativas, le hacían creer que aquella lámpara sí era suficiente. El tener aquel recurso de iluminación le hacía sentirse mejor, dentro de la necesidad general él era un privilegiado al poder sobrellevar un apagón. Y así leyó por más de tres horas, hasta que se levantó y se fue a su cuarto a dormir. Siempre que se presentaba un apagón se acostaba pensando en lo mismo: no había podido conseguir otra lámpara. No existía la consulta privada y su sueldo en la Universidad era el equivalente a treinta y cinco dólares al mes. Y encima de eso el Gobierno había prohibido la entrada de efectos eléctricos desde el extranjero. Pero tenía que resignarse. Hacía más de cuarenta años que su vida estaba apagada. Poco a poco, abandonándose en un letargo de oscuridad y silencio, con la melodía conocida que le había llegado por el radio repitiéndose aún dentro de su mente, cada instante más lejana, se fue hundiendo en la nada, hasta que se durmió. Soñó con un gran salón iluminado por decenas de grandes lámparas.

Texto agregado el 30-04-2007, y leído por 300 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
07-02-2011 imoresionante descripicion de una realidad!!!! me encanto elbulon
28-02-2008 Un hallazgo su escrito. Mis***** lilianazwe
17-07-2007 Otro de los tantos que leo y que por alguna razón no puedo comentar en el momento. Un placer haberlo encontrado nuevamente. Muy pero muy buena narración, es aplastante, llega y moviliza, eso me gusta, te felicito- tiresias
02-05-2007 Muy bien narrado. Es excelente. Me agradó tu forma también el final que le diste. FENIXABSOLUTO
01-05-2007 Què gràcil melancolìa irradian tus textos! Te imagino calmo, sereno y lleno de esperanzas dormidas. doctora
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