RECUERDOS DE PLAYA V
No hallaba las horas de que este sábado pasase luego. Inconscientemente estuvo más amable con todos, especialmente con Macarena. No afectuoso sino que atento, más de lo usual. Nadie notó nada, quizá porque tampoco nadie se fijaba mucho en él, podía deambular por toda la casa y nadie notaba algo fuera de lo común, era transparente para su familia, estaba solamente. ¡Qué diferente era años atrás cuando la familia se reunía en torno a los padres, hoy cada uno estaba en su propio mundo, ajeno al resto, casi incomunicado! Carlos García resentía esta situación, recordaba cómo era su familia paterna y no podía asimilar completamente esta nueva forma de vivir. Los niños pegados al computador o los juegos con audífonos en ambos oídos. Si bien ya no eran niños sino adolescentes, por costumbre familiar se les seguía denominando así. Hacía calor pero no tenía deseos de ir a la playa. Prefirió ir a sentarse a la terraza bajo un toldo de paño. Una bebida y un libro en la mesita lateral era lo único que necesitaba. Todos bajaron a la playa y él quedo solo en el departamento. Miraba cómo su familia cruzaba la calle y se internaba en un mar humano para encontrar un sitio suficientemente espacioso para que cupiesen todos. Al final lo encontraron muy cerca del mar. Pusieron el toldo para los muchachos y Macarena tomó sol. Todavía usaba bikini y su figura era esbelta, éste le quedaba muy bien y atraía bastantes miradas masculinas. Ella imperturbable, se soltó los tirantes del bikini y se puso anteojos muy oscuros, tendiéndose de espaldas para mantener su color bronceado.
Carlos continuaba mirándola como si la viese por primera vez. Seguía siendo hermosa, pero de esas bellezas clásicas, casi inexpresivas. Se le vino a la mente el rostro de Ingrid entremezclado con el de la joven Katia. Los ojos azules intensos le otorgaban un áurea romántica a Katia. Sin embargo, los ojos verdemar de Ingrid se sonreían todo el tiempo. Era como si contagiaran alegría por doquier. Su risa era contagiosa e invitaba al buen humor, a la alegría de vivir. Mirarla era llenarse optimismo y de empuje. ¡Cuánta falta le hacía eso a Carlos, pues su estado de ánimo no era de los mejores en el último tiempo! Le había impresionado esa mujer. Mas si iba a almorzar el día de mañana se suponía que iba a estar su ex polola Katia, que por cierto ya no tenía nada que ver con él pero existía un cierto compromiso de cortesía hacia ella, mucho más que con Ingrid.
Los recuerdos se agolparon en su mente. Katia era todo dulzura pero con una voluntad férrea detrás de un modo cariñoso, quizá demasiado absorbente. Deseaba poco menos que meterse en la cabeza de Carlos para saber qué pensaba realmente o si pensaba en ella, No duraron mucho tiempo después del verano. El colegio y los amigos cautivaron a Carlos y Katia reclamaba por ello. Ya no estaban de vacaciones de verano en El Quisco sino que en Santiago y en época de clases, de partidos de fútbol, de idas al estadio a ver jugar a su equipo favorito y de reuniones con su pandilla. El pololeo pasaba a un tercer lugar de preferencias y eso fue superior a Katia. Lo pateó, como se decía cuando terminaban con alguien, a principios del mes de mayo. El pololeo había durado dos meses y medio, de los cuales se habían visto menos de tres semanas. No era época para compromisos. Eso lo sabían los muchachos pero las niñas no, para quienes el pololeo significaba visitas diarias durante casi toda la semana. Después nunca más la vio. No se cruzaron en los veraneos, no coincidieron en los meses de playa ya que la familia de Carlos sólo iba a veranear a contar del primero de febrero en adelante en esos tiempos. Ya no pasaban toda la temporada allí. Enero lo arrendaban. Seguramente ellas veraneaban en enero.
Casi sin que Carlos lo notase, el sol comenzó a desprenderse del cielo para caer sobre el mar. La perspectiva fue modificándose de a poco, el colorido aumentó. Este suceso que es siempre diferente y fascinante de observar disponía las tonalidades y formas de las nubes y del cosmos, que se entrecruzaban en un lúdico espectáculo de movimientos y colorido. Aquéllas danzaban armoniosamente en la cúpula azul del horizonte y los colores fluctuaban desde el color rojo intenso, fulgurante, hasta el amarillo pálido. Creaban un etéreo mosaico de colores que generaba una armónica graduación de colores y sensaciones que sobrecogía y embelesaba al que lo contemplaba. La llegada del ocaso permitía la aparición de las Hespérides, estrellas de la noche y de Selene, para que éstas honrasen la entrada triunfal de la diosa Nix, tal como si un manto fuliginoso, como alas de cuervo, cubriese el infinito. Entonces, la noche reinaba.
El crepúsculo siempre le había provocado a Carlos un sinnúmero de sensaciones y de interpretaciones, algunas míticas y otras simbólicas, las que lo sumergían en una realidad concusa, de ensueños y reminiscencias más intensas que las suscitadas por el amanecer. Quizá aquel desosiego concebido por la certeza de una vida finita, de una muerte cierta pero de hora incierta, le producía un sentimiento de angustia, el que se reflejaba en una lenta desintegración hasta llegar al lóbrego vacío o la nada misma. Esta sensación estaba acorde con su estado de ánimo. Sintió como un sobresalto cuando su mente regresó bruscamente al presente.
Escuchó un bullicio dentro de la casa. Eso significado que la familia completa había regresado de la playa. Era hora de comida pero ellos sólo comerían emparedados y café, nada de platos preparados. Estaban de vacaciones. Él comió junto a su familia dispersa por el living y el comedor, uno por allí otro por acá. Nadie sentado a la mesa como para departir un rato. No era tiempo de cambiar las costumbres, era un hábito ya. Comió lentamente. Leyó un rato en la terraza y se levantó debido a que el aire había refrescado su buen poco. Entró al living y le dijo a Macarena que mañana viajaría temprano a Santiago. Ella no dijo nada, sólo lo escuchó. Se dieron el beso en la mejilla de buenas noches y fue hacia el dormitorio. Esa noche seguramente Macarena no se acostaría con él. Y no lo hizo.
Despertó muy temprano. Aprovechó que el baño estaba vacío y que podría ocuparlo con calma. Se demoró un buen rato. Luego puso la cafetera y bebió un fuerte café de grano. Salió a comprar el periódico. Los locales del centro comercial cercano de la playa abrían temprano así que compró cigarrillos y el periódico. Se sentó en una cafetería para beber otro café pero esta vez con algún bocadillo. Si esperaba el desayuno de la casa tendría que viajar muy tarde así que aprovechó ese momento para caminar y respirar aire puro, sin tanta gente alrededor. La playa estaba vacía. Se adentró en la arena, sacándose los zapatos livianos que llevaba. Llegó hasta el agua misma. Se metió un poco dentro del agua hasta que vino una sorpresiva ola que lo mojó entero. Quedo estilando. ¡Qué locura se le había ocurrido! Le faltó poco para querer capear las olas o hacer “playitas”, aprovechando el impulso de la ola. Lo malo es que estaba vestido. Verlo era todo un espectáculo, no muy digno de un hombre mayor. Miró en derredor para ver si mucha gente lo había visto. Salió del agua y en la vereda se colocó de nuevo los zapatos. Volvió al departamento para cambiarse de ropa esperando que ninguno de sus hijos o Macarena lo vieran en esa facha.
Tuvo que volver a bañarse. Arregló su maletín y fue a despedirse de los niños y de Macarena que aún dormían. Salió como a las diez horas diez rumbo hacia las playas de la zona central. El camino hacia El Quisco era más o menos de una hora y media. Manejó tranquilo y lentamente, no quería apresurarse ni llegar muy temprano al balneario de su niñez y primera adolescencia. Cuando pasó por la bella avenida de Algarrobo hacía El Quisco, con enormes eucaliptos en cada vereda de tierra paralela a la calle, se detuvo en una entrada donde cobraban peaje para ir hacia las playas de El Canelo y El Canelillo. Era propiedad privada y habían construido un camino pavimentado que cruzaba lo que quedaba del antiguo bosque para llegar a los estacionamientos de la playa. Existía por ley un camino lateral para llegar a dichas playas, pues todas ellas son públicas y no se puede impedir su acceso. Pero este camino de tierra estaba en muy malas condiciones y podía hasta echar a perder un automóvil por sus innumerables hoyos. Todas las personas preferían pagar el peaje e irse seguros. Habían construido mucho en la planicie del bosque. Centenares de casas de playa, la mayoría de madera y roca bordeaban el camino. Estaba todo urbanizado. No quedaba ninguna huella del antaño camino. Eran otros tiempos. Todo estaba completamente cambiado.
Llegó a la entrada del Quisco, vio su enorme bahía, de olas grandes pero con cierto intervalo entre cada uno de ellas, lo que permitía capearlas muy bien. El redondo edificio del Yatching Club seguí ahí. Lo habían cerrado por todos lados con una muralla relativamente alta. Precaución contra las multitudes, pensó Carlos. Dobló camino hacia la playa y enfiló hacia la Puntilla. Se detuvo frente a la entrada del Yatching y se bajó. Tocó la gran puerta cerrada. Apareció un mayordomo.
- Quisiera pasar al club un rato- le dijo Carlos al hombre.
- Solía venir mucho cuando chico, ¿Dígame sigue Camilo de Concesionario?- consultó.
- Sí don Camilo es el Concesionario todavía, también tiene un restaurante en la plaza del centro. ¿No lo ha visto?- contestó el hombre
- Pero pase por favor, si desea entrar el auto hágalo, que hay muchos estacionamientos pues todavía no llegan lo socios. Es muy temprano aún pero la cafetería y el bar están abiertos- siguió contándole.
-Gracias lo haré- replicó Carlos
Entró al recinto y estacionó el automóvil. Se bajó y respiró fuertemente. Sintió un gran placer cuando sus pulmones se llenaron de ese límpido aire, ajeno a la contaminación de la ciudad. Fue al mesón y pidió una taza de café espresso. Preguntó por Camilo y le dijeron que solamente a veces iba por allí, pues él se centraba en el restaurante más que en el casino del Yatching. Lo bebió tranquilamente y disfrutó un cigarrillo. Luego, subió a la baranda de madera y la recorrió entera, se encaramó a unos de sus maderos. Vio la playa y el mar. Un gentío enorme, parecían hormigas. Unos al lado del otro. Quedaba poco espacio entre grupo y grupo, pero a la gente parecía no importarles, era su día de playa y lo gozaban pues muchos habían ido por el día o por el fin de semana solamente. Durante la semana el flujo bajaba considerablemente y había bastante espacio. La gente que tenía casas allí ya no iba los fines de semana a la playa sino más bien durante la semana. Pero los muchachos y jóvenes iban por todas partes y no les importaba el gentío. Mejor para ellos. Era cerca de la una la tarde y se decidió a ir a la casa de Ingrid. Llegaba un poco antes pero no le importaba.
Llegó frente a su antigua casa y se detuvo en la vereda. Estacionó allí. Demoró algún tiempo en bajarse. Mantuvo la radio prendida y escuchaba una vieja canción italiana de Bobby Solo, Se piangi, se ridi. No fue capaz de cortar la radio, se quedó ahí mirando el mar y escuchando con toda su alma. Recordó la cara de Katia tan claramente como si la tuviese al lado. Detrás de ella aparecía la cabeza rubia y sonriente de Ingrid que hablaba algo pero no se le escuchaba. Él sólo tenía ojos y oídos para la dulce Katia, quien llegó a su lado, lo besó fugazmente y se abrazó a él, con tal dulzura que lo único que atinó fue darle un beso en el pelo. Luego ella levantó su cara y se besaron larga y ardorosamente.
- ¡Despierta hombre, baja a tierra, buen dar con este hombre que se pasa volando y sin un pitillo siquiera!- fue la alegre frase y risa de Ingrid quien lo despertó de su ensimismamiento.
- Ah, hola, estaba haciendo tiempo pues llegué más temprano- le dijo un confundido Carlos. ¿Qué tenía esta mujer que lo hacía sonrojarse como un adolescente? Parecía increíble pues aquello no le sucedía desde hace mucho pero mucho tiempo ha.
- ¡Bájate y ayúdanos con la comida! Aquí todos cooperan- le soltó sin tapujos pero cariñosamente Ingrid.
- Fíjate que la pobre Katia no pudo venir este fin de semana. Tenía un matrimonio. Le dije que tú venías a almorzar y no podía creerlo, pero que de todas maneras yo te diese su celular, para que la llamaras. Esperará tu llamado, no lo dudes. Además le dije que todavía estabas muy bien y quedó muy esperanzada.- le comentó pícaramente.
Uf, qué mujer es ésta. Realmente asertiva, pensó Carlos. No halló que responder, sólo esbozó una sonrisa que a él le pareció medio zonza. Se percató o realmente ratificó la idea de que Ingrid era una gran mujer, con un sentido del humor envidiable y con la sonrisa en los ojos y labios. No se pasarían penas con ella. La visión optimista que tenía contagiaba a cualquiera. Carlos no pudo abstraerse de mirarla detenidamente, hecho que turbó un poco a la joven, pero reaccionó de inmediato.
- ¿Qué bicho te picó a ti? Obsérvate, ve la forma en que me estás mirando, parece que me estuviese pasando por rayos X ¿Qué te he hecho yo? Pobre de mí- bromeó Ingrid.
- Perdona Ingrid, no me fijé- dijo un cariacontecido Carlos.
- Vamos hombre, no lo tomes en serio, que bromeaba solamente. Vamos a la casa. Te presentaré a mis hijos y a los de Katia.
El almuerzo fue delicioso. La sobremesa encantadora. Todos los chicos participaban y hablaban hasta por lo codos. Le preguntaron a Carlos de dónde conocía a su mamá y a su tía. El les respondió que ésta era su casa de antes. Los chicos lo miraban sospechosa pero empáticamente. Les gustó este tío que se reía como loco con las cosas de la mamá. Le celebraba todo. Después de almuerzo, todos recogieron la mesa e Ingrid lavó. Como nunca antes lo había hecho, Carlos secó los platos. Terminaron rápidamente y fueron a sentarse en unas sillas de playa de la terraza. Hacía calor. Ingrid le preguntó si había traído traje de baño y él le respondió que sí. Después contó su locura de la mañana. Ella la encontró de lo más natural y le aseguró que habría hecho lo mismo. Ambos rieron imaginándose el espectáculo y a los señores que lo miraban desde la acera. Se cambiaron de ropa en las piezas. Luego Carlos se dirigió a la terraza. Aún mantenía la polera puesta. Apareció Ingrid, esplendida con su bikini blanco, que contrastaba exquisitamente con su piel dorada por el sol de playa. Nuevamente, la mirada de Carlos se fijó largo rato en la figura de Ingrid. Ella lo percibió pero esta vez no le dijo nada, sólo se sentó en la silla del lado, luego extendió una toalla en el suelo y se tendió. Carlos podía mirarla a placer pero no se atrevió a decir nada. Estaba turbado como un adolescente. La postura de Ingrid era de una sensualidad totalmente natural, ajena a toda pose, sino que su cuerpo exhalaba feminidad, naturalidad y belleza.
- Este bikini sirve solamente para asolearse porque si te bañas con el se trasparenta todo. ¡Imagínate, la plancha! Una vez me pasó y no sabía dónde ponerme ni esconderme ya que estaba igual que si hubiese estado completamente desnuda. Después estaba muerta de vergüenza- le contó
- En todo caso te queda muy bien- respondió Carlos. Fue lo único que se le ocurrió decir.
Hizo lo mismo y extendió una toalla a su lado. Pero a los pocos minutos le dijo que por qué mejor no iban cerca de la playa, a la arena. Así podrían conversar y tomar sol a destajo. Pero le pidió que llevara un toldo por si acaso hacía demasiado el calor. Los niños se encargaron de arreglar el lugar y además de dejarles allí el bajativo que se habían servido. Era un cognac francés, Napoleón. Carlos cerró los ojos y se dejó llevar por la imaginación. Quería recordar a Katia pero lo único que hacía era ver a Ingrid en su bikini blanco, sonriente y acogedora.
- Sabes que debo agradecerte ese maravilloso almuerzo, años que no disfrutaba de esos antiguos almuerzos dominicales con la mesa llena de gente, sobremesa y comentarios incluidos. Son muy simpáticos tus hijos y sobrinos- le confesó Carlos.
De allí en adelante, la conversación surgió como un torrente. Carlos vació todas emociones, temores, frustraciones y alegrías pasadas y presentes. Vieron la puesta de sol. Tomaron un té contundente para no cenar y se quedaron en el living con la chimenea prendidas hasta altas horas de la madrugada.
- Diantre, no me fije en la hora, son las dos de la mañana. Bueno, ya te he dado suficiente lata. Me voy- le planteó
- ¡Cómo se te ocurre que vas a viajar a esta hora! Dormirás aquí. Hay una cama disponible en la pieza de mis niños- le replicó de inmediato Ingrid.
- Pero, en realidad no quisiera importunarte- le dijo Carlos-
- ¡Qué va! Entras despacito y te acuestas. Mañana temprano, después del desayuno te vas. ¿A qué hora deseas despertarte?- insistió Ingrid
Después, entró a la pieza de los niños que dormían placidamente. Arregló la cama del lado del camarote y abrió las sabanas. Le avisó a Carlos que podía usar el baño y se fue dándole un beso en la mejilla de buenas noches. Si bien, demoró un instante, imperceptiblemente, el roce de los labios contra la áspera mejilla de un Carlos con algo de barba crecida, él lo sintió como un impacto eléctrico, suave, inquietante, pero sólo le dio las buenas noches y devolvió el beso. Esta vez él fue más obvio y demoró innecesariamente dicho contacto. Ambos se separaron de inmediato. Ingrid entró a su cuarto y cerró la puerta.
En la mañana, tipo ocho cuarenta cinco sintió un leve toque en la cara. Era Ingrid quien lo despertaba. Le hizo una señal con el dedo vertical sobre la boca para que no hiciese ruido, indicándole que el baño estaba desocupado para él. Ella fue a la cocina para preparar el desayuno mientras el se duchaba y afeitaba. Salió vestido y con un leve olor a una masculina eau de toilete francesa. Se le notaba, fresco y contento. Saludó a Ingrid con un afectuoso beso en la mejilla. Estaba más suelto que ayer. Ya por lo menos había recuperado su desenvoltura. Bromearon a la hora del desayuno, el cual que se prolongó por más de una hora.
- Bueno, es hora de irme. No sé cómo darte las gracias por un día tan fantástico. Fue estupendo todo, lo pasé muy bien y me sentí muy cómodo, quizá demasiado- le dijo.
-Me alegro Carlos. Esa era la intención por lo menos. Que estuvieses cómodo y como en tu casa. Tú ves que aquí no hay formalismos y somos un poco al lote- le respondió
-Ah, mira que soy loca, se me olvidaba darte el número de teléfono de Katia. Eso fue lo más que me encargó. Me mata si no te lo doy, llámala. Aquí está, lo anoté en este papel- le comentó muy sonriente.
- Pero, Ingrid, no veo el tuyo. ¿No me lo vas a dar?- le replicó de inmediato
-Si tú lo quieres, bien. Te lo anotó aquí- le dijo pasándole otro papelito.
El tomó ambos papeles. Sacó su teléfono móvil y los grabó en la memoria de inmediato. Además lo anotó en una libretita electrónica que traía. Se despidieron afuera. El ya estaba en el automóvil cuando le dijo si podía pasar a verla el día jueves o viernes. Ella le contestó que ningún problema y que si quería le arreglaba una cama en la antigua casita de empleados, que se encontraba en el patio trasero.
- Si quieres te puedes venir uno o dos día o por último a pasar el fin de semana aquí. Por mí encantada y seguramente que va a estar Katia, así que, lo pasaremos de maravilla recordando antiguos tiempos, al menos ustedes pues yo era muy chica y no me cotizabas para nada.- le dijo entre broma y en serio.
- Tú conoces la pieza, está igual, pero te la arreglaré un poco- le comentó finalmente.
- Claro, y podríamos ir a tomar unos tragos y a bailar al Yatching. ¿Qué te parece? Aunque seamos los únicos viejos de allí- propuso Carlos antes de acelerara y partir.
- Sí, me parece, creo que a Katia le encantará también. Chao, Cuídate y maneja con cuidado- le dijo despidiéndolo.
Llegó hasta la carretera principal y antes de doblar hacia Santiago se detuvo. Pensaba que esta niñita ahora era toda una mujer. Era estupenda y seguramente no le costaría mucho enamorarse de ella. Sintió que se estaba metiendo en aguas pantanosas. Ingrid era de un tipo completamente diferente al de Katia y al de Macarena. Es injusto compararlas, se dijo. No podrían contrastarse, pues Katia era más formal, así como Macarena. En cambio, Ingrid era toda una locura andante. No hay tiempo para aburrirse con ella. Debería andarse con cuidado con ella porque podría caer redondo. Podría enamorarse completamente de ella. Era querible por todos lados. ¡Menudo lío se le armaría!, pensó finalmente. Sacó el celular y marcó su número. Le dio las gracias de nuevo, despidiéndose con un hasta pronto. Aceleró y tomó rumbo hacia Santiago.
- Ya tendré tiempo para conocerla mejor y quién sabe lo que puede pasar- se dijo durante el trayecto.
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