(Todo lo que pueda decir sobre esto, es poco. Pues me queda demasiado grande…)
Siempre suena puntualmente. Pero me cuesta levantarme cuando me llama. Cinco y cuarto de la mañana de un día jueves. Hace ya dos días que no ha parado de llover. En su caída regular y persistente, pareciera anunciar el hondo letargo de nuestras conciencias.
Sentado frente a un gabinete de computadora, intento pensar en cómo hacer pensar y cómo enseñar a pensar. Intento infructuoso la mayor de las veces.
Ya han pasado dos horas. Imprimo el trabajo elaborado y me dispongo a mi estrepitosa salida diaria. Pero antes, como nunca había sucedido, suena el timbrazo agudo del teléfono.
- “Hola, ¿Changuito? ¿Sos vos? Mirá, te llamo porque hoy no hay que ir a trabajar. Al parecer, esta lluvia ha provocado inundaciones en distintas partes de la ciudad.”
- “Gracias por llamar don Aníbal. Era lo que intuía. Yo le avisaré a otros compañeros. ¿Usted está bien? ¿No tiene problemas con la lluvia?”
- “Sí, bien… solo algunas goteras. Es que ha llovido como nunca…”
- “Sí, como nunca… Pero… -(silencio corto)- Bueno, no comentemos ese “pero”… dejémoslo así: ‘como nunca’. Bien, es bueno que no haya tenido mayores problemas… Nos mantenemos en contacto. Saludos.”
Luego de avisar a otros compañeros de trabajo, me senté nuevamente frente al monitor y recordé lo que había sucedido cuatro años atrás. Pero me dije y traté de convencerme de que esto no sería igual. Aquello ya había pasado y creía imposible que volvamos a cometer el mismo error y tengamos que pasar por la misma desidia, acefalía, falta de escrúpulos, la misma corrupción enquistada hasta los huesos de muchos gobernantes… nuevamente. Pero el hombre es el hombre… ¿Será verdaderamente el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra? No lo sé. Puesto que no dimensionar el alcance de la pregunta. Pero vino un conocido enunciado de un emperador francés a mi conciencia: “Un ejemplo sobra como muestra…”.
Y mientras transitaba los caminos interrogantes del pensar, transcurrieron casi dos horas y media. Hasta que me despabiló el sonido del celular. Un mensaje de texto que decía: “¿Cómo está el asunto del agua allá?”. Me apresuré a responder que en la zona donde está ubicada mi casa, nada sucedía por suerte. Y completé el texto con la pregunta que no quería escribir: “¿Y allá? ¿Se inundó?”.
La respuesta tardó en llegar. Pero, al fin lo hizo: “Un desastre. Cincuenta centímetros dentro de casa… y parece que sigue subiendo”. Mi respuesta fue la que no fue, por sentir la vergüenza de estar con el confort de las comodidades logradas a fuerza de estudio, trabajo y sacrificio. Parecidas aquellas comodidades de muchos que transitaron un camino parecido, pero que ahora las veían resentidas... Nuevamente.
Las horas pasarán mansas, hasta que cerca de la cinco y media de esa tarde otoñal, vibra inquieto el celular en mi bolsillo.
- “Hola Chango, ¿cómo estás?”
- “Vos, ¿cómo estás? ¿Mucha agua dentro de tu casa? ¿En el barrio? ¿La gente cómo está?”
- “Sí, bastante agua… Esto no anda nada bien… El panorama del barrio es bastante complejo. La gente está alterada. Llegaron unos autoevacuados de no sé dónde y usurparon varias casas. La atmósfera enrarecida que se respira es de profunda angustia y sedienta violencia…”
- “¿Qué puedo hacer? ¿Qué necesitás?”
- “Mi vieja no quiere dejar la casa sola por temor a los saqueos que, de seguro, se producirán. Yo pienso lo mismo. Pero no entiende que es peligroso pasar la noche aquí. No quiere dejarme solo. Por eso es que te llamo. Para ver si podrías venir esta noche a cuidar conmigo las pocas pertenencias que logramos salvar. Es peligroso el camino hasta aquí y no hay cómo llegar sin tener que atravesar calles inundadas. Todo alrededor es agua.”
- “Mirá, no te hagás problema. Me las arreglaré para estar allá. Esperame a la nochecita.”
- “Bien, te lo agradezco ‘hermano’… Si verdaderamente no lo necesitaría, no te molestaría.”
- “No digas más… ya hablaremos.”
Me preparé con pocas cosas para llegar hasta la casa de mi amigo. Una linterna, ropa vieja de abrigo, un short para caminar por el agua, zapatillas viejas para evitar lastimaduras en los pies mientras caminaba por las zonas inundadas, y algún otro elemento casi inútil para la circunstancia.
La oscuridad y la noche me ganaron antes de que pudiera arribar al lugar.
- “Dale loco... entrá dos o tres cuadras más… Es mucho lo que tendré que caminar si me dejás acá.”
- “Pero, ¿qué hago si se para el motor del auto porque le entra agua? Vos no vas a estar para ayudarme a empujar y esta zona está medio peligrosa.”
- “Mirá, hacemos esto: si se detiene el motor, llamame por teléfono al celular; pego media vuelta y empujamos el auto. La mayoría de la gente que vemos ahora parece amigable. Creo que no hay mayor peligro aquí.”
- “Bien, pero solo dos cuadras más… Sabés que quisiera llevarte hasta allá, pero es imposible. Llega a cubrir toda la llanta la altura del agua. y más adelante, parece más profundo aún.”
Así terminaba la conversación con mi hermano, quien se había ofrecido para acercarme lo más posible a la casa de mi anegado amigo. Temía por mi seguridad y yo por la de él.
Dentro del auto, tuve que colocarme los pantalones cortos, respirar hondo y pisar el agua helada. Mochila sobre mi espalda, comencé a andar con mis piernas cubiertas hasta las rodillas. Sobre la ciudad, el cielo nublado amenazaba con desprender otro aguacero.
Con callada valentía y escondido temor, agudicé los sentidos y apresuré mi marcha. No era el único. Muchos... más que muchos, caminaban en todas direcciones. Todos teníamos un lugar donde llegar. Algunos huían del temporal. Otros se adentraban en él para ayudar. Pero había algo que me generaba un intenso temor. Eso era el ver a quienes no marchaban. Solo observaban con su seño fruncido y una mirada penetrante. Creí que no eran hombres ya. Parecían tener orejas puntiagudas, hocicos babosos y dentadura tan filosa como putrefacta. Hambrientos de todos y devorándose a sí mismos. Pero mi preocupación me desprendió de tan tenebrosas imágenes.
Entre los puñados de gente que cruzaba, un hombre entrado en canas me saludó. Amigablemente, respondí con cortesía. Sí, parecía ser alguien conocido, pero vaya uno a saber quién. No recordaba su nombre, ni el lugar dónde lo conocí. Tampoco tenía la certeza de que así sea. “Pobre diablo…”, pensé mientras miraba hacia abajo intentando ver el mis piernas escondidas bajo el agua. Ese hombre cincuentón, teniendo que salir con su familia y unas pocas cosas que habrá alcanzado a salvar de la crecida. Teniendo que caminar entre el peligro y la oscuridad con la marca del agua en su pecho. En ese mismo momento, una camioneta pasa a mi lado. Escucho la voz del conductor que dice: “Dale pibe, subite que te llevo. Voy derecho nomás…”. No dudé. Me subí en la cajuela. Y conmigo, dos caras desconocidas. ‘Pibes’ también. Comentaban entre ellos, el desastre que nos acechaba. Tristeza sin consuelo. Sólo eso.
Luego de un rato de viaje, agradecí al desconocido. Caminé pocas cuadras más y pude llegar para encontrar a mi amigo con su familia. En poco tiempo nos organizamos. nadie dijo demasiado. Acompañé a la madre. Su cara estaba deshecha por las circunstancias vividas y lo que pensaba podría acontecer. Caminamos hasta la casa de algún pariente que la recibiría durante la noche.
Después de eso, me pareció ver en adelante solamente aquellos hombres que no marchaban a ningún lugar. Aquellos que solo estaban parados en un sitio. Observando persistentemente. Pensando. Oliendo con mucho ahínco a través de sus sensibles hocicos. De ahí en adelante, un aire gélido penetraría mi piel. Luego lo sentiría en la carne. Y, por último, llegaría hasta los huesos.
Los músculos se tensaron, las pupilas se dilataron, se agudizó el oído y se exaltó el instinto. Creí sentirme cual hombre del Paleolítico inferior al instante en que es atacado por una fiera. Tomaron impulso en mi ser, aquellas dimensiones que nos hacen dar cuenta lo cercano que somos de eso que llamamos vulgar y despectivamente el 'mundo de la naturaleza', en el que habitan animales que viven en estado salvaje.
La noche se hizo larga. Y, entre las espesas nubes, rayos, relámpagos y truenos que ensombrecían la ciudad, se abrió un espacio en el cielo que permitió ver la luna. La noche triste y el astro suicida rigieron el tiempo de los noctámbulos.
La conciencia agitada y el alma agobiada y carente de energía vital, hicieron suyo aquel huésped que recibieron de entre las tinieblas.
Y la luna… la luna alternaba entre letal, protectora y redentora.
Éramos homínidos.
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