El espejo permanece colgado en la misma pared, en el mismo clavo desde la inauguración de la casa. Han pasado más de cien años. Cuatro o cinco generaciones que se detuvieron un instante ante ese ojo circular para peinarse o hacer morisquetas.

Pero el cristal azogado no puede resistir la tentación de una travesura: en cuanto me paro frente a él, listo para ir a trabajar, me devuelve la imagen de un antepasado remoto y desconocido, peinado a la gomina, con el bigote torcido hacia la derecha esbozando una sonrisa.

Recién comprendo que se trata de una broma cuando desde el marco redondo, el viejo de camisa blanca y moño negro me guiña un ojo.





© RNPI Nº 155707 - Junio 2008