Una muerte que empezó a ocurrir hace setecientos años.
La frase del doctor Kincanion –casi un susurro-, la primera que pronunciaba desde que se había sentado con nosotros, interrumpió un cruce de divagaciones que se venían sucediendo desde las palabras de Juan:
-Che, miren, ayer murió un obrero en la obra de enfrente.
Los tres restantes integrantes de la mesa, Roberto, Iván y yo, luego de mirar maquinalmente el diario que estaba leyendo Juan, dirigimos de inmediato la vista hacia el edificio en construcción, en la esquina que hacía cruz con El Escorial como si hubiéramos esperado descubrir vaya a saber quéhuellas del suceso comentado.
-¿Cómo fue? Roberto retornó con su atención a Juan.
-Se vino abajo desde el andamio…debe ser aquel, el más alto- indicó Juan. Todos fijamos la vista en el lugar señalado.
-Se están dando mucho estas cosas. La semana pasada en Haedo…- Dijo Iván.
-¡Qué fatalidad!- Se lamentó a su vez Roberto
-¿De qué fatalidad me hablás? ¡Es la poca bola que le dan a la seguridad!- Algo belicosamente, hizo su aporte Juan.
Y así habíamos seguido unos minutos, hasta que el doctor Kincanion, que parecía abstraído sin conectarse con el tema que nos ocupaba, concentró, de pronto, el interés de la mesa.
-“Una muerte que empezó a ocurrir hace setecientos años, repitió, como atendiendo a cualquier eventual distracción de uno de nosotros.
- ¡Doctor! ¿Qué le pasa? ¿Empezó temprano con la ginebra?
Iván era el único del grupo que solía permitirse alguna que otra broma con el doctor Kincanion, aunque siempre en el mismo tono de respeto que era inalterable en nuestro trato con él.
Había sido así desde el día en que se sentó por primera vez con nosotros, creo que invitado por alguno de los otros muchachos que solían formar parte de la mesa. Dialogaba muy poco, aunque solía hablar bastante. Generalmente, sus intervenciones se centraban en opiniones, que, a menudo, terminaban siendo la conclusión de cualquier tema que se estuviera tocando. No sé si por su aparente erudición o porque le llevaba tanto tiempo y palabras desarrollarlas que cuando concluía, nadie se animaba a insistir con el mismo tema, por temor a que otra intervención del doctor, creara la molesta situación de ser dejado sin oyentes ante las huidas más o menos disimuladas de los agotados contertulios.
A veces parecía cierto tipo de augur, cuando no daba la impresión de haber llegado desde algún misterioso pasado. En su ausencia, eran habituales las bromas sobre su presunto dominio de alguna extraña mancia. En cuanto al título, no sabíamos siquiera si tenía algún fundamento. Pablo, uno de los mozos del bar, lo había llamado así alguna vez, suponíamos que impresionado por su tono doctoral o bien tomándolo para la joda, pero le había quedado; todos empezamos a llamarlo doctor y él nunca aclaró su eventual derecho al título. Quizá contribuía al efecto general de su imagen una mascota a la que nunca parecía abandonar. Se trataba de Ignacio, un pollo tuerto que llevaba en un bolso de rafia y que tenía con su amo una simbiosis tal que no nos sorprendía cuando éste lo convidaba con un sorbo de café o un traguito de ginebra. El doctor Kincanion dedicó a Iván una afectuosa y algo condescendiente sonrisa por toda respuesta y comenzó a complementar la frase con que había atraído nuestra atención:
-Tal vez todo haya empezado con Bickel-Zander y su monumental obra “Der pyramidalen Aufbau ist überholt”; estoy hablando, claro, de la edición del año 1342 a cargo del Ausgabe Monastery des Hohen Baviera. Con precisión suiza –no hay que dejar de lado que en esa época los suizos ya llevaban casi mil años desde su exitosa invasión de los territorios de lo que era la antigua Germania-, desarrollaba sus postulados a través de los cuales abominaba en forma terminante del obsoleto sistema de construcción piramidal y anticipaba que tarde o temprano, lo sucedería la opción vertical.
Nuestro absorto silencio lo incitó a continuar:
-Como ustedes saben, la difusión de las obras escritas en esos tiempos no era ni por asomo, la de hoy. Mucho se debía a que ni siquiera habían nacido los padres de Gutemberg, pero principalmente a que casi nadie sabía leer, salvo alguno que otro monje en los retirados monasterios.
-¡Ah, si! ¡Como “En el nombre de la rosa”! Acotó entusiasmado Iván.
-Así es, así es- Corroboró indulgentemente Kincanion y retomó el hilo del relato:
-Lo cierto es que la obra de Bickel-Zander despertó enconadas resistencias y como no podía ser de otra manera, finalmente lo condujo a la hoguera y al exilio, pero lo que es peor, significó la condena, por parte del Santo Oficio, no sólo de ella sino de la totalidad de su producción científica
-¡Siempre lo mismo con los curas! ¡Carajo! Se indignó Juan.
-Es que con la educación del pueblo, se les acaba la clientela-. Sentenció Roberto.
Me apresuré a evitar las fatales digresiones, pidiéndole a Kincanion:
-Pero siga doctor, cuente… ¿Y?
-Gracias. Hay que admitir que las proposiciones de Bickel-Zander no eran fáciles de digerir. Construcciones verticales. Seguramente nadie se privó de asociar con la Torre de Babel.
-Pero ahí hubo un problema idiomático-. Razonó Roberto que parecía más informado que el resto de nosotros.
-Eso es lo que se dijo.- Concedió el doctor. –Pero en realidad se difundió la versión para ocultar la verdadera preocupación. La construcción vertical iba contra toda la preceptiva. Las Sagradas Escrituras, ¿lo ven? ¿Cuáles iban a ser entonces los límites de aquello? ¿El cielo? Sin embargo, la mirada teológica impidió que se advirtiera la innovación revolucionaria en el campo de la tecnología. Porque el problema de la construcción vertical no era tanto teológico como técnico. Si la obsesión que representó para los teólogos la Torre de Babel no hubiera impedido su continuación, hoy esa torre no sería más recordada que los primeros intentos por esquilar las cabras. Sencillamente, porque la construcción se hubiera frustrado igualmente en muy poco tiempo. ¿Y saben por qué?
Las últimas palabras del doctor Kincanion ocasionaron una ansiosa curiosidad, no exenta de sorpresa y hasta de cierto grado de incredulidad. Él parecía satisfecho del efecto logrado y creo que lo saboreó por unos instantes.
-Amigos míos, porque el sistema utilizado para esa construcción vertical fue esencialmente el mismo durante miles de años. Siempre se utilizó el método piramidal. ¿Qué hacían? Construían taludes, cada vez más extensos según progresaba la altura de la obra, dado que la pendiente no podía superar determinada inclinación. Naturalmente, el área de la obra requería extensiones inusitadas y los movimientos y transporte de suelos eran realmente faraónicos, si se me disculpa esta pequeña e involuntaria ironía. Tiempo después se comenzó a experimentar primero y luego utilizar, el método que se dio en llamar “Luctari et laborare in solum. Deinde surgere sursum” Es decir, construir el objeto, el monumento, el edificio, en el suelo y una vez concluido, pararlo, levantarlo…
--¿En el suelo? ¿Pararlo? ¿No era medio complicado? No me doy cuenta en qué consistía la idea, se me ocurren varios inconvenientes…
-Lo que logró el Santo Oficio con la desaparición de la obra de Bickel-Zander, fue enterrar durante doscientos años el más importante avance en la técnica de construcciones;: Kincanion interrumpió la enumeración que se avecinaba por parte de Alfredo y siguió:
-Por supuesto que quedaban cosas por resolver. Se trataba de la idea básica solamente, pero ustedes se darán cuenta de que era realmente revolucionaria.
-Bueno, si, es cierto, pero el tal Biquel…
-Bickel, Bickel-Zander…
-Si, eso, pero él no dijo cómo hacerlo…
-Meros detalles. La revolución estaba implícita en la frase “Vertikaler aufbau”. Construcción vertical. Nada que ver con hacer el edificio en el suelo y luego levantarlo.
-Bueno… claro…, bah no sé, pero doctor, ¿Por qué doscientos años?
-Es buena la pregunta, se ve que aquí, el amigo Alfredo no se quiere perder nada-. El aludido disfrutó del halago, pero no quiso interrumpir el curso del relato del doctor. -Corrían los años 1508, 1509, en fin, los primeros tiempos de los trabajos encomendados por el Papa Sixto IV a Miguel Ángel, cuando un día, creo que fue entre el dos y cuatro o cinco de abril de 1509, arribó una de las cargas con la provisión de yeso, cal y pigmentos que se utilizaban en la obra…
-¿La obra? ¿Usted se refiere a…
El silencio invitante de la pregunta fue captado piadosamente por el Dr. Kincanion, quien acudió en su ayuda:
-Exacto. Hacía poco más de un año que Miguel Ángel había comenzado en la bóveda, con las nueve escenas de la Biblia. Ya lo saben, esos frescos insumieron ingentes cantidades de material. El principal proveedor era Giovanni Luciano da Montórfano, pintor él mismo además, que seguramente formó parte de esa formidable camada de artistas que produjo el Renacimiento, aunque por desgracia, sólo una de sus obras ha sido hallada. Quizá debamos pensar que su pintura fue precursora, ya que para el 1509 su medio de ganarse la vida era exclusivamente la venta de materiales, lo cual nos indica que hacía mucho que había dejado de pintar. Era bastante viejo, era bastante sordo y tenía muy poca movilidad. Sin duda todo esto impactaba en el ritmo de avance de las obras, ya que la descarga de su carretón, podía insumirle hasta cinco días. Es probable que únicamente mantuviera su puesto de proveedor del Papado debido al respeto y la confianza que se había ganado no sólo entre los artistas, sino también entre los curas. Por eso tal vez, en los largos períodos de descanso, a los que debía recurrir mientras ponía en el suelo su carga, podía dedicar unos minutos a curiosear por ahí. El día a que me refiero, su deambular se extendió algo más y llegó hasta un recinto cuya pesada puerta de piedra estaba circunstancialmente abierta, “Estarán limpiando” –habrá pensado Giovanni- ya que probablemente se hubiera cruzado con el monje guardián con baldes y detergentes. La entrada del lugar ostentaba un primer cartel que rezaba : “Hic intus Index” y otro con la leyenda “¡Stultus! ¡Non entrare!”. Haciendo caso omiso de la recomendación, Giovanni dio unos pasos dentro de un gran salón envuelto en penumbras y se asombró ante las altísimas pilas de libros y papiros allí depositados. Al azar, ojeó algunos de ellos, pero se detuvo en uno en particular, del cual le llamaron la atención unas palabras que apenas entrevió “…et laborare in solum…”
-¡Qué ojo el tipo, eh? Se asombró Roberto, pero coincidimos todos.
-No sé, no sé…- Dudó Kincanion. –A veces uno se pone a especular… Pero bueno, ya llegaremos a eso. Lo cierto es que Montórfano guardó el documento en el bolsillo de su mandil, en tanto se aseguraba de que su gesto no fuera visto por alguien.
-Y se las habrá tomado más pronto que ligero… Lo llegaba a ver un cura…- Fue el comentario de Iván.
-O el Papa…- Aportó Juan. Pero Iván dudó:
-Che, el Papa no iba a andar controlando por los pasillos; para eso tendría un montón de alcahuetes…
Roberto: -Ja ja, lo veo al Papa: “¡Praedo! ¡Qui factum!
Iván: -¿Y eso?
Roberto: -“¡Ladrón! ¡Que haces!” Algo me acuerdo del latín. De cuando estudiaba con el hijo del señor Cateura…
Pero Kincanion no iba a dejar que se esfumara su relato con estas disquisiciones, de manera que con una ligera posecita, reclamó atención:
-Como intentaba decirles, Montórfano terminó con la entrega del material, se despidió, algo nervioso, -eso si- y se apuró a regresar a su casucha de la Vía Valeriano. Desechó la comida con la que lo esperaba su esposa Franca y corrió a instalarse en su banco, detrás de unos lienzos que hacían las veces de cortina. Nada más sabemos de esas horas y de esos días. ¡Qué extrañas revelaciones habrán iluminado su mente! ¡Qué diálogos secretos habrá mantenido y con quién! ¿Qué habrá hecho Franca con la comida? Cuando por fin dejó su aislamiento, un nuevo cuadro lucía en su caballete.
Hace unos años tuve la fortuna de hacerme de una reproducción del cuadro, ya que el original, finalmente desapareció. Se teoriza con que terminó en manos de la CIA, pero jamás se lo volvió a ver. No parece encerrar nada misterioso si se exceptúa que las imágenes incluidas en el cuadro representan estructuras que por supuesto, Montórfano no podía conocer. Ello ha permitido deducir que había leído el manuscrito de Bickel-Zander en su totalidad, antes de encarar su obra. Sobre un fondo de lo que hoy serían sin lugar a dudas edificios de varios pisos, el pintor ha trazado una elevación o pequeña lomada. En su parte más alta, cuatro personas, cuatro personas, tres hombres y una mujer, están incorporando un edificio similar a los del fondo. El artista los ha fijado en ese momento en que ya parecen haber cristalizado su propósito, es decir, que si bien el ángulo de inclinación, tal vez no supere los cuarenta y cinco grados, es evidente que están a las puertas de alcanzar el objetivo final, que no puede ser otro que dar al edificio su posición vertical definitiva.
Los últimos aspectos del relato del Dr. Kincanion al parecer estaban ejerciendo en la mesa un efecto, si no soporífero, al menos de casi mortal aburrimiento. Alguno de los circunstantes había pedido con ligero disimulo otra vuelta de café, Juan doblaba una y otra vez el diario como si lo estuviera preparando para el bolsillo del saco, y yo mismo, -debo admitirlo,- y sin “al parecer” miré la hora, elevando ostensiblemente la vista hacia el reloj detrás del mostrador, sin atender el detalle de mi reloj en la muñeca.
Se me ocurría que si bien, por costumbre, no esperábamos desenlaces a modo de remate en las historias de Kincanion, a esa altura, ya pasada una buena media hora desde el comienzo del relato, nuestra improbable sed de conocimientos sobre la historia de los sistemas constructivos estaba más que satisfecha. Y ,en ese momento, Roberto les puso palabras a nuestros pensamientos:
-Bueeeno… Muy interesante esto de la construcción… Como siempre, el Dr. Kincanion ha hecho su invalorable aporte al conocimiento de sus amigos, los aquí presentes, pero…
Pero Kincanion una vez más, demostró ser hueso duro de roer. Lo interrumpió levantando su tono de voz y diciéndole a Roberto, como dándonos una nueva oportunidad al resto:
-¡Ah, querido amigo! ¡Pero usted ha creído que sólo se trataba de métodos de construcción! ¡Usted piensa que he usado todo este tiempo, sin duda valioso para ustedes, igual que para mí, para referirme a la manera de construir edificios! ¿Eso cree usted?
-Bueno, es que… Roberto hurgaba desesperadamente en su memoria buscando el detalle perdido, aquello que no le había permitido advertir la trama subyacente, aquello que únicamente le había pasado desapercibido a él, ya que nos pudo ver a los demás con un súbito interés recuperado y además con ciertos atisbos de conmiseración en nuestros rostros, para el amigo que no había entendido el fondo de la cuestión, todo esto, claro, cuidando de evitar alguna pregunta o comentario del tipo ¿ustedes si, entendieron, no?
-Acá, mis queridos, la historia se acerca al punto culminante, luego del cual, nos será permitido incursionar por los escabrosos senderos de la metafísica.
Los demás cruzamos miradas no exentas de cierto grado de alarma. La cosa no sólo parecía ir para largo, sino que además nos preanunciaba una denodada lucha contra el sueño. Pero el doctor Kincanion parecía muy lejos de tales preocupaciones:
-A fines de 1789, Robesmaure, un matemático francés, incorporado a la causa de la revolución, formaba parte un día, de un grupo que allanaba la morada de un noble caído en desgracia, cuando encontró en los sótanos, una tela cuidadosamente envuelta en lienzos untados con una grasa, que él rápidamente identificó como la antigua mezcla de orégano y testículos de liebre triturados, con que algunos pintores del renacimiento preservaban sus cuadros de la humedad. Esto tal vez haya despertado su curiosidad, por lo que optó por llevarse el envoltorio. Una crónica de la época, que algunos autores atribuyen a su hija Leonor, describe el momento en que Robesmaure lo abrió, no bien llegado a casa, como “…un extraño momento en que la cara de mi padre se transfiguró. Curiosa, me acerqué a su lado y ví que se trataba de una pintura, que en verdad, a mi no me causó efecto alguno…”. Más adelante, la descripción continúa:”…era un cuadro muy antiguo, pintado por un tal Montórfano, según dijo mi padre…”. Tres meses después Robesmaure publicó un libro de más de cuatrocientas páginas titulado “Ceci l'est ce qui ai donné en appeler plate-forme, mais Oeil de se tomber !” de la Editorial Gallimard, que había sido fundada apenas producida la revolución, con el objetivo de difundir las ideas de “Liberté, Egalite et Fraternité”, pero que al mismo tiempo, comenzaba ya a construir su actual e impresionante fondo editorial. Ese texto, no era otra cosa que la descripción minuciosa del andamio, tal cual hoy lo conocemos. Uno de los maravillosos legados del movimiento revolucionario que cambió la historia, pero que en lo que se refiere a este dato, lamentablemente ha sido olvidado. ¡Amigos, fíjense qué precisión en el detalle! “…mais oeil de se tomber!” “¡Ojo con caerse!”. Pero ya termino - se apresuró a advertir el Dr. Kincanion, seguramente consciente de nuestros gestos.
-¿Sabe, doctor? Todo esto es tremendamente revelador, pero mi mujer me esperaba hace media hora…- Adujo, esperanzado Iván.
-¡Ya, ya! Comprendo. Pero es que me faltan apenas cinco minutos y no quisiera que el amigo Roberto se fuera con la idea incompleta…
-Bueh, métale doctor, pero en todo caso la parte metafísica la podríamos dejar para otro día- Se resignó y esperanzó simultáneamente Iván. Aunque las siguientes palabras del doctor Kincanion, deben de haberle arrebatado hasta el último vestigio de toda esperanza.
-Borges, en “El enigma de Edward Fitzgerald” incluido -como ustedes sabrán-, en Otras inquisiciones, según la edición de Emecé de 2005, conjetura “…la fortuita conjunción de un astrónomo persa que condescendió a la poesía…” “…con un inglés excéntrico que recorre, tal vez sin entenderlos del todo, libros orientales e hispánicos…”, de la cual “…surge un extraordinario poeta, que no se parece a los dos.” ¿Y saben a qué obra se está refiriendo Georgie? Señores, ¡Las Rubaiyat! ¡El poeta constituído a través de setecientos años es nada menos que nuestro conocido Omar Khayyán!- Roberto en este punto, agotó su resistencia y con un dejo de fastidio le dijo al doctor Kincanion:
-¡Vea discúlpeme doctor, pero ahora sí que nos fuimos a la mierda! ¡Qué carajo tienen que ver Borges, Omar Khayyán, Montórfano, el pobre gil que se hizo bosta ayer y toda esa menesunda del Renacimiento y los edificios que se paran solos!
-Pero, ¿Cómo? ¿No lo ven, muchachos?- Kincanion vuelve a aislar a Roberto, con la misma técnica anterior, que al mismo tiempo, nos veda cualquier atisbo de solidaridad. Sin embargo, esta vez, no demasiado confiado en sus recursos, continúa de inmediato:
-¡Es el mismo hilo que a través de los siglos, unió a Bickel-Zander, a Montórfano, a Robesmaure y a…este…¿Cómo se llamaba el señor que se cayó?
-¡Ma qué se yo, doctor! ¡Bárbaro! ¡Genial! ¡Me descubro ante usted doctor, pero en este mismo acto me voy a la mierda! ¡Besitos, Ignacio! ¡Chau doctor! ¡Chau queridos! ¡Y a ver si tratan con respeto a los andamios, al cemento y a tutti le fiocchi!
Olvidando los subterfugios que usamos antes para servirnos de la impaciencia de Roberto, aprovechamos y nos paramos, pero fuimos cerrilmente obsecuentes al despedirnos del doctor Kincanion, dándole la mano y agradeciéndole su historia.
-¡Gracias, doctor! No se haga problema que finalmente Roberto termina reconociendo todo lo que aprendemos cuando usted habla. ¡Chau, Ignacio! Chau, querido!
Me demoré mientras pagaba en el mostrador nuestra consumición. Cuando me estaba yendo, no pude evitar escuchar el corto diálogo de Manuel, el barman, con Pablo:
-Che, Pablo ¿Y quién es al final el que se cayó?
-No lo conocías. Era nuevo en la obra. Le decían el Tano. Porque creo que era tano. José se llamaba. José Montórfano.
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