En un pequeño pueblo montañés vivía Matilde, una señora tan anciana que conocía historias que ya nadie recordaba.
Los niños la visitaban todas las tardes, y la anciana les invitaba a un tazón de chocolate y a pastas, a la vez que les contaba un cuento.
Todos la querían en el pueblo, y le regalaban la comida y la bebida.
Pero un día enfermó de gravedad. Los niños se enteraron y fueron a visitarla.
—¿Qué te ocurre, Matilde? —dijo un niño.
—¿Cuándo te pondrás bien? —preguntó una niña.
—Tranquilos, niños. Yo soy muy mayor y pronto os dejaré. Pero quiero que siempre recordéis mis cuentos para que no queden en el olvido —contestó Matilde.
—¿Y no oiremos más tus historias? —preguntó de nuevo el niño.
La anciana negó con la cabeza agachada.
—¡No, Matilde. Queremos escuchar tus historias para siempre! —gritaron todos de golpe.
Ella sonrió y acarició con la mano sus cabecitas.
—Tranquilos, cuando ya no esté aquí, eso será imposible. Pero, cuando se acerque la Navidad, tendréis noticias mías.
Los niños se miraron unos a otros intrigados por las palabras de la anciana.
Tres días después, la anciana desapareció.
Pasaron los días, las semanas y los meses, hasta llegar la Navidad.
Los niños empezaron sus vacaciones y estaban impacientes por saber cuál era la sorpresa. Las horas iban pasando y no sucedía nada fuera de lo corriente.
De repente, cuando nadie creía en el milagro, comenzó a llover… ¡mazapanes, turrón, polvorones,…! Nadie creía lo que estaba sucediendo.
Así, desde aquel día, la gente tomó la costumbre de consumir todos estos dulces típicos de la Navidad.
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