Esteban miraba con mucha pena a su hermana mayor. Todos los días ella llegaba de la universidad, ayudaba en algunas labores de la casa y se echaba en su cama a descansar de su enorme humanidad. Ciertamente, su hermana no era agraciada. Era tosca, redonda como una pera y con el rostro maltratado por el acné. Era muy fea. Cuando ella estuvo en el colegio no le conoció enamorado alguno. Y como buena fea, se dedicó a estudiar, a sacar las mejores calificaciones en el colegio, a ser la mejor amiga de muchos, confidente, delegada de aula, la más querida compañera de todos, la que soportaba todas las bromas y que luego se iba, caminando a su casa, porque no sabía manejar bicicleta.
Nadie jamás, a excepción de él, pudo ver todo el sufrimiento que eso le causaba. Todas las horas que pasaba frente al VHS viendo una y otra vez los viejos vídeos de ballet de cuando tenía seis años. Las silenciosas lágrimas que derramaba sobre sus abultadas mejillas ya marcadas por los primeros granitos. Esteban guardó esa imagen muy bien, durante mucho tiempo. Ahora, las cosas no habían cambiado mucho. Ya no regresaba a pie de la universidad, ahora iba en auto. Ya no pasaba horas frente a la televisión, o escuchando viejos discos de Tchaikovski; ahora estudiaba complejos sistemas operativos, y pasaba horas tras horas encogida frente a un escritorio. Aún sin enamorado conocido.
Para entonces, Esteban ya había acabado el colegio y era hora de que fuera a la universidad. Y mientras se preparaba, pasaba muchas horas en casa pensando en aquellas cosas que conocía muy bien de su hermana. No es que fueran muy amigos. De hecho, no lo eran. Pero, algo en el fondo –quizás lástima–, lo motivó a hacer lo que hizo: le escribió una carta de amor. Como para que se sienta admirada por alguien, una carta donde se le revelara una secreta y tímida admiración que sólo tenía esa forma para ser expresada y que envolvía, con cada vez más fuerza, a un misterioso corazón que no quería aún darse a conocer.
No sin mucho trabajo pudo dejarla entre los cuadernos universitarios de su hermana. Y cuando ella la encontró, fue la alegría de su rostro la que hizo pensar a Esteban, que quizás sería bueno escribirle otra. Pero, para hacerlo ahora más interesante, pensó que podría dejar las cartas en lugares ocultos de por el barrio, en donde ella pudiera ir a recogerlas y responderlas para después dejar ahí sus muy primariosas cartas de amor. Esteban se revolvía de risa en su cuarto cuando leía las respuestas de su hermana al secreto admirador, tan ridículas y aniñadas. Llegó a escribirle dieciocho cartas, todas ellas contestadas. En todas ellas, él alababa su inteligencia, su carisma, su buen corazón, su belleza interior y le depositaba siempre un juramento de amor eterno, aquella mentira edulcorada que para su hermana era la miel negada por tanto tiempo. La hermana, muy ilusionada, leía las cartas sentada en la sala, en el jardín, en el comedor, a solas, degustando un litro de peziduri. Esteban, llegó a conocer lo muy dulce (ridículamente dulce) que podía llegar a ser, lo muy enamorada que ya estaba del anónimo escriba. Esteban recordó que cuando era más niño su hermana iba a su cuarto, se sentaba en su cama y le acariciaba la cabeza mientras le leía cuentos o le cantaba alguna canción de cuna. Ahora, casi ni se hablaban, pero por cartas, ella le contaba al admirador secreto todo eso que le dolía y le pesaba en el pecho. Llegó a tomarle mucho afecto. Para él ya solamente era una diversión.
Cambiaron muchas veces de buzón secreto. El último que tuvieron fue un viejo roble del parque frente a su casa. Ahí, donde ella casi descubre todo el, ya cruel, juego de su hermano, cuando él fue a buscar la respuesta de ella, cuando ella estuvo dejando la respuesta en donde, no pudo más, y le confesaba que lo amaba con todas las fuerzas del universo, con todo un ciclón de mil estrellas y que su amor era inmenso como el mar crepuscular, como el cielo fulgurante del amanecer. Quería una cita con él. Esteban que aún no se reponía del susto de casi verse descubierto, ahora se atragantaba con esta segunda sorpresa. Pensó, tontamente, que ella dejaría que todo quedara en lo platónico, en el idilio epistolar, sin embargo, ahora tenía que enfrentar el desastre de descubrirse ante su hermana como el más grande hijo de puta que pudo haber ella conocido. Pero le dio fecha, lugar y hora para el encuentro: en la heladería de la plaza, el viernes, a las cinco y media de la tarde.
Su hermana esperó con ansias ese día. Salió temprano de la última clase de la universidad y se fue directamente a donde sus amigas a pedirles consejos de maquillaje. ¿Y por qué? Porque hoy día tengo una cita. Una de ellas arqueó una ceja, pero prefirió no preguntar. Esteban la vio llegar. No sabía qué hacer. Él solamente quiso seguir con las cartitas que “a nadie le hacían daño”. Si a ella le alegraba recibirlas y para él era muy gracioso leer sus respuestas. Pero esto en verdad había ido demasiado lejos. Prefirió hacerse el loco. Ni la saludó, ni la miró, ni le dijo ya vengo y se lanzó a la calle. Para él, aún, no había mejor remedio para la incisiva conciencia que atontarla con largas jornadas de Play Station II en la casa de Hernán, el amigo. Copa UEFA, Winning Eleven 11… ¿qué más se podía pedir?
Dieron las diez de la noche. Esteban solamente veía manchitas de colores que paseaban por aquí y por allá. Medio drogado, pensó en su hermana, le dio algo de remordimiento haberle hecho lo que le hizo. Pero total, todo ya había pasado. Como era ya tarde para volver a su casa para estudiar, cortó camino por la plaza, voltearía por la heladería para enfilar por las quince cuadras que faltaban para llegar. La heladería estaba cerrando. Los últimos clientes estaban yéndose y una figura obesa, aún cabizbaja y pensativa, se mantenía sentada en su silla: era su hermana. Había comprado una copa melba, para disimular la tristeza de su espera; había comprado otra, para ahora darse fuerzas y marcharse; pero compró la tercera para hacer menos saladas sus discretas lágrimas.
Señorita, ya tenemos que cerrar. Sí, la cuenta, por favor. Ella salía de la heladería. Él se escondió detrás de un árbol. Tropezó con un perro y éste le empezó a ladrar. Ella volteó por la bulla y no vio nada. Se secó la lágrima que ya rodaba hacia su bozo y siguió su camino. Esteban suponía lo que venía, así que dio medio vuelta y se fue a la casa de unos amigos para ver qué le ofrecía la noche del viernes.
Lima, 25 de abril de 2007. |