Un buen golpe
Ya lo habíamos hecho otras veces como un juego, por añadir interés a nuestra relación, por convertirla, digamos, en más excitante. Yo me quedaba en la barra del local de copas, separado de mi mujer, como si no estuviese con ella, y esperábamos a que se le acercase algún donjuán. No tardaba mucho en aparecer, porque mi mujer, bien que me alegro de ello, siempre ha sido una mujer bastante atractiva y sabe, además, utilizar astutamente todas sus armas. El incauto iniciaba el acercamiento y ella le seguía la corriente, continuaba el flirteo y coqueteaba con él, mientras que yo, al lado, oyéndolo todo, me iba excitando poco a poco. Me gustaba, no voy a negarlo, y sabía que a mi mujer también le gustaba; que, al igual que yo, se exaltaba su imaginación provocándole apasionados sofocos y ardores, lo cual, a su vez, y como se fácil de entender, me ponía a mí al rojo vivo. Cuando yo estaba a punto, le hacía una señal, ella despedía sin contemplaciones al pardillo y nos íbamos rápidos a casa, para hacer el amor salvajemente, con furia e ímpetu, como animales, como a mi me gusta.
Pero esta vez sería distinto, puesto que no lo haríamos por placer sino por negocios. Hartos de vagar por varias ciudades, de algunas de las cuales teníamos que salir apresuradamente, conseguí por fin un trabajo, miserable, pero permanente, en una sala de máquinas tragaperras, en la que no dejaban de entrar montañas y montañas de dinero. Día tras día, cubos de monedas y gurruños de billetes manoseados pasaban sin cesar delante de mis narices camino de la pequeña oficina del local. Allí, me imaginaba, puesto que nunca me dejaron entrar, el cerdo de mi jefe lo recogería todo, contando y recontando las recaudaciones, mientras gotearía su nauseabunda baba sobre la pasta. Pero, curiosamente, y era algo que me desconcertaba, nunca vi salir de ese cuarto dinero alguno con destino al banco ni a ningún otro sitio. Ni una bolsa, ni una cartera, ni un maletín, nada de nada. Era imposible que toda aquella fortuna se guardase en aquel cuchitril sin apenas medidas de seguridad, y, sin embargo, a pesar de que yo era el primero en llegar y el último en marcharse, jamás pude advertir, en los dos meses que allí llevaba, movimiento alguno que delatara la ubicación de aquellos seductores ingresos. Necesitaba saberlo, no podía dormir intentando averiguar a qué hora del día o de la noche, si bien me parecía extraño que los bancos atendiesen de madrugada, se producía, digamos, el trasiego del capital.
Conocía las costumbres libertinas del reptil de mi jefe durante los fines de semana, así que acudimos a su discoteca habitual para montar el numerito y sonsacarle alguna información. Mi mujer, aunque esté mal que yo lo diga, hizo una entrada espectacular, con un vestido rojo, escotado y ceñido, que hacía volver la cabeza a cuanto machito se cruzaba con ella. Divisamos al pájaro en la barra charlando animadamente con otro tipo a su lado y con un vaso en la mano. Nos situamos estratégicamente, mi mujer a su lado, y yo alejado unos metros, en una zona con poca luz para que no me reconociera. Mi mujer sólo tuvo que rozarle levemente el brazo y pedirle fuego para que el macaco de mi jefe olvidase a su amigo y se desviviese en atenderla a ella, insistiendo en invitarla a una copa sin apartar su sucia mirada del escote. Parece mentira lo simple que podemos llegar a ser los hombres, bien que a mí, en este caso particular, digamos que me interesaba que así fuera.
Naturalmente no pude oír nada de la conversación, que se desarrollaba según yo había previsto, con risas exageradas por parte de ambos y gestos ridículamente petulantes por parte de él, unido todo ello a intentos desesperados por acercar lo más posible sus asquerosas manos a la tersa piel de mi mujer, quien, afortunadamente, aunque no con pocos esfuerzos, sabía mantenerlo a raya. Al contrario que en las otras ocasiones, aquella escena no me estimulaba lo más mínimo, bien porque la hiena de mi jefe me producía arcadas, bien porque yo estaba concentrado en demasía esperando las noticias que trajese mi mujer, y cómplice además en este asunto. Así estuvieron lo que a mí me pareció varias horas, bebiendo y riendo, hasta que, por fin, observé que ella se desprendía trabajosamente del pulpo de mi jefe y se dirigía a la salida, guiñándome un ojo, a manera de seña, cuando pasó junto a mí.
Pagué mi cuenta y salí separado de ella, por si acaso el moscón la seguía, y nos reunimos en nuestro coche, según habíamos pactado. Mi mujer se desplomó en el asiento con aire cansado y abatido, de lo que deduje que no había ido demasiado bien la noche a pesar del tiempo y el trabajo dedicado. Efectivamente, “Nada”, me dijo.
-¿Cómo que nada? ¿Entonces de qué habéis hablado?
-Pues ya sabes, de esto y de lo otro... Vámonos a casa, que estoy cansada.
-¿Y ya está?
-Tranquilo, he quedado con él mañana.
-Dios mío, otra noche más.
Desgraciadamente, no fue otra noche más, sino muchas otras noches más. A pesar de la alta estima en que yo tenía a mi mujer y de mi confianza en su capacidad de hacer perder la cabeza y el sentido a cualquier hombre a poco que se lo propusiera, en este caso parecía no sacar nada en claro. Yo desesperaba en mi rincón de la barra de la discoteca noche tras noche, bebiendo y mirando enfurruñado a la pareja hacerse arrumacos y hablar y hablar. Pero ¿de qué hablaban? Me estaba obsesionando con saber donde escondía el dinero la hiena de mi jefe. Yo no es que sea un delincuente habitual, no es eso, aunque quizás haya sido un poco, no sé, digamos, desordenado. Yo lo que quiero es trabajar honradamente y buscar mi estabilidad. Pero no es justo que yo me pasara el día entero agarrado a la fregona, limpiando mierdas o aguantando a ludópatas babosos, mientras a mi alrededor danzaban miles y miles de euros llamando mi atención, buscándome, listos para ser recogidos y puestos a buen recaudo por alguien sagaz como yo. Incluso ya tenía buscado a un par de compinches, chorizos de poca monta, para que me ayudaran a liberar al asno de mi jefe de su, digamos, preciada carga.
Aquella noche encontré a mi mujer tan seria como de costumbre y, sin embargo me dijo:
-Tengo noticias.
-Eureka, ¡habla!
-El dinero está en la oficina. No ha sacado un céntimo en los últimos años.
-¡Pero eso es de locos! ¿A quién se le ocurre tener ese dineral allí?
-A nadie. Por eso lo tiene allí. No es tan tonto como te supones.
-Bueno, eso cambia un poco los planes. Habría que entrar en el salón...
-Olvídate. Se marcha a Brasil esta noche con todo el dinero.
-¿Esta misma noche? No es posible, no me da tiempo de preparar...
-Y yo me voy con él.
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