Todos quieren comprar mi lámpara. Algunos se quedan extasiados admirándola, tal si ella fuese una joya de gran valor. Algunas señoras me han preguntado varias veces si está a la venta. Yo les digo que no, que sólo la tengo como un objeto de ornamentación y las señoras, no muy convencidas, se retiran del lugar y unos días más tarde, regresan, con los mismos ojos maravillados y con la misma interrogante.
La lámpara, en cuestión, es una simple baratija comprada en años pretéritos en una feria libre (lugar en donde se expenden frutas y verduras). En sus tiempos de gloria, se activaba con una simple imposición de manos, pero hace bastante tiempo que su mecanismo se agotó y ahora ni siquiera enciende. Aún así, ella es objeto de adoración constante y hasta algo vanidosa se ha puesto, por que cada mañana reluce y se destaca sobre el mesón como si fuese una vedette.
Relumbrona y quejumbrosa, con sus oropeles de cuarta categoría, un poco de celo siento por ella, tan inútil y aspaventosa, haciéndole guiños al sol que la enciende con miles de guijarros de luz. Y el desfile de admiradores que la observan, como si fuese una diosa pagana, provocan que me enerve de tal manera que, mañana mismo, lo prometo, se la regalo a la primera persona que la contemple con delectación…
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