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Estaba sentada en la arena mirando nada y mirando todo, sus pupilas extasiadas con los rojos crecientes a lo lejos, brillaban como dos perlas negras que reflejan un verde intenso.
Una voz suave como terciopelo pero grave y viril clamaba por su nombre a sus espaldas, disminuida por la distancia.
- ¡Gabriela!- llamaba excitada.
- ¡Gabriela! Repetía una y otra vez, mientras se sentía más cerca y agotada.
- ¡Ya nació!, es una niña y tu hermana pide a gritos verte- dijo aquel hombre de la voz aterciopelada.
Pero ella no se movía, parecía que su alma viajaba lejos por los bosques frondosos y húmedos que tanto añoraba.
- ¿Me escuchaste?, tu sobrina ya nació- y aquella la voz se tornaba en angustia.
Gabriela seguía pasmada frente al atardecer, y aunque no se movió un centímetro, era como si su corazón contestara a la pregunta de Felipe.
- Sí- decía
- Sí, ya escuché- repetía con nostalgia.
- ¿Dijiste algo?- preguntó consternado sin recibir respuesta ni movimiento, sólo veía cómo ella se sumía en su tristeza, que, para él, no tenía razón alguna.
Estaba ahí frente al horizonte todavía, pero el rojo fulgurante que inundaba el iris y atosigaba de belleza sus pupilas, había ennegrecido transformándose en un azul profundo.
Lágrimas cristalinas ahogaban sus ojos, que, a pesar de su juventud, parecían cargar con el peso de siglos, caían precipitándose por la tersa y pálida piel de sus mejillas hasta arrojarse al precipicio al fin de su redondeado mentón y romper contra la obra de arte que significaba su vestido de satín verde. Y por fin, después de horas, despertó de su trance con el ruido de una última lágrima.
Miró en todas direcciones y a lo lejos reconoció las luces encendidas de la gran casona patronal que perteneciese alguna vez a sus antepasados y hoy estaba en las manos de sus dadivosos padres.
Comenzó a correr desesperada, intentando alcanzar la puerta principal, que, en vez de acercarse, se alejaba de sus pasos. De pronto, un búho descomunal rompió el silencio de aquella desconsolada noche distrayendo su mirada del camino, y, como si hubiese aparecido de la nada, al voltear al sendero después de un instante, chocó con la figura robusta de Felipe.
- Tu hermana está muriendo- dijo él con miedo en la voz.
- Mi Melissa está muriendo- repitió estallando en un ensimismado llanto.
- Se está muriendo y quiere verte, ella quiere que cuides a Victoria- quiso agregar, pero ella ya corría desbocada rumbo a la casa.
De un golpe abrió las puertas de par en par, subió las escaleras tan rápido como le dio su casi extinguido aliento… Sólo para encontrar una habitación vacía.
- Daría mi vida por la de ella- pensó dolida y deseando desde lo más profundo de su corazón.
- Daría lo que tengo, lo que soy, lo que fui y lo que seré para que ella pudiera ver crecer a su pequeña- repetía en su mente.

Un viento estrepitoso azotó las ventanas, corrompiendo la melancolía de sus cavilaciones, un viento frío y estremecedor que le paralizó por un momento.
Cuando pudo recobrar el sentido, su mirada se enfocó en la silueta sobrenatural que se posaba en ventanal. La criatura avanzó en dirección a ella extendiendo sus alas, tan negras que imitaban un universo eterno cautivo en su plumaje, se acercaba lentamente y Gabriela sentía cómo sus bucles rojizos se erizaban de temor.
- ¿Cuánto estarías dispuesta a dar por la vida de esa mujer a la que llamas hermana?- preguntó con voz tan profunda y gutural como acogedora y bondadosa.
Miraba anonadada mientras pensaba en todo lo que daría por Melissa.
- Pues bien, si es la vida lo que me ofreces, la vida le daré- y dicho esto desapareció entre las mismas sombras que la trajeron desde su mundo, llevándose con ella el nudo que asfixiaba la garganta de Gabriela.

Los días pasaban y Melissa mejoraba, sin haber visto cómo decaía su jovial y hermosa hermana pues, desde aquella noche en la que celebraban el nacimiento de la vida que llenaba de esperanza y alegría la lúgubre casona, se encerraba en el ático y cada día se la veía menos y con su rostro más anciano y demacrado.
Solo bajaba a consentir a su sobrina, cubriéndose las facciones desfiguradas por la vejez y caminando pausado intentando arrastrar el peso de la culpa y de enfermedades que no pertenecían a su cuerpo, meciéndola en su cuna de oro mientras la pequeña miraba una mariposa siempre posada en el tragaluz.
Asomaba, de cuando en cuando, entre sus largos cabellos oscurecidos hasta un negro tan gastado como el alma de aquel ente al que no sabía si le debía la vida o la muerte, su cara cadavérica y arrugada como la corteza de los árboles centenarios, que apenas conseguía retener en su lugar esos ojos como dos perlas negras y opacas a las que les robaban la existencia y el deslumbrante verde que les caracterizaba, aquellos ojos que mantenían tatuada en la retina la imagen de los cerezos silvestres que se distinguían en la lejana colina a través del sucio cristal de la ventana norte de la habitación donde pasaría los últimos momentos de su sacrificio.

Texto agregado el 26-04-2007, y leído por 115 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
16-05-2007 buen trabajo muy completo y bien narrado Icnocuicatl
27-04-2007 Me gustó leerte, una narración a mi humilde parecer, muy buena.****** Raiandoelsol
 
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