La reconoció en el mercado de la calle Juramento, comprando pescado. Hacía cuatro años que no la veía. Estaba más hermosa que nunca. Conversaron entre calamares y ostras. Me separé de mi marido y estuve viviendo con un flaco, pero tenía demasiados rollos y ahora estoy sola, qué buenos son los mariscos del puesto 39, sí, son excelentes, yo preparo una copa de camarones y paltas con limón, igual a la que te sirven en el Hotel Intercontinental de Quito, y por qué no venís a cenar a mi casa así charlamos de la época de la Facultad, y sí, por qué no.
Como entrada dispuso la copa de camarones. Plato principal: congrio al vino blanco con salsa de alcaparras y una cuidada decoración hecha con ostiones. Un Moet bien frío, listo para brindar, otro a la espera antes de darle un golpe de freezer. A las once menos cuatro sonó el portero eléctrico: era ella.
Nunca antes la había visto así maquillada. Un vestido de seda negra, un chal tornasolado. El pelo negro cayendo como una cascada sobre los hombros. Le puso una copa de champagne en la mano, pero ella la detuvo. Estaba pálida y apurada.
-Disculpame, es el flaco que está muy mal, sabés... está re-depre y le prometí volver, tengo miedo de que le pase algo. El año pasado estuvo internado, ¿sabés? Solamente vine a disculparme.
La acercó a su pecho con un medio abrazo. Te entiendo, le dijo, aunque no entendía nada. La acompaño hasta la puerta y sin mediar palabras fundieron sus lenguas en un beso breve y eterno.
- Cuidate.
- Vos también.
Volvió a su departamento, encendió el televisor y maldijo su respetuosa formalidad. Tendría que haberla derribado ahí mismo en el sillón del living y terminar lo que se había insinuado años atrás. Se despertó al día siguiente entre las botellas vacías y la mesa desordenada. En medio de la confusión, tenía solamente una certeza: nunca más volvería a verla.
© RNPI Nº 155707 - Junio 2008
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