Cuando tenía cinco años, mi padre me preguntó: ¿qué querés que te traiga de la oficina? Un lápiz mágico, le dije sin complejos...
Esperé todo el día mi lápiz mágico. Papá nunca fallaba en eso, jamás se olvidaba. Sentí un escalofrío cuando a eso de las ocho de la noche escuché el murmullo del llavero y los tres timbres en la puerta de abajo. El útimo timbrazo era más largo que los dos primeros, algo así como trin.. trin... triiiiiiiiiin.
Sacó un paquete del bolsillo del sobretodo y me lo dio. Era simplemente un tubo de cartón con quince o veinte lápices de colores unidos con cinta, las puntas todas juntas. Puso sobre la mesa una hoja con membrete de la oficina, que a mí me encantaban, y me dijo: dibujá.
Me fasciné con los trazos de colores simultáneos, lo giraba, lo inclinaba y cambiaban los colores. Era realmente mágico. A la mañana siguiente tracé una serie de líneas mágicas sobre la pared blanca de un pasillo, uniendo habitaciones y baños con las líneas paralelas. El único problema fue cuando hubo que sacarles punta nuevamente. Mi hermana desenvolvió el armazón y vi todos los lápices separados. Creo que noté el truco, pero eso no tenía ninguna importancia.
Hace un tiempo asistí a un taller de Caligrafía aplicada al Diseño, dictado por Fabián Sanguinetti, del grupo Los Calígrafos de la Cruz del Sur.
Primera lección y sorpresa: manejo del lápiz doble, sí, dos lápices unidos por unas banditas elásticas.
Inclinados a treinta grados, la dupla de lapicitos formaban los gruesos-finos de las letras, la silueta elegante de una N, una W, o las sutilezas de la “a” minúscula que nunca lograré dominar. En el acto me vino el recuerdo de los lápices de colores unidos, de las paredes del pasillo unidas por ese arcoiris que corría de una habitación a la otra como una serpentina.
He visto –ahora recuerdo- otros lápices fabricados con punta de varios colores. Pero los lápices realmente mágicos deben estar, sí o sí, unidos por una bandita elástica o una cinta adhesiva de papel.
© RNPI Nº 155707 - Junio 2008
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