La vez pasada te vi venir. Traías un paraguas rosa, mochila lila y calcetines hasta las rodillas. Venías de la escuela, mojada, chorreando lluvia, chorreando enojo. Apenas tendrás unos quince años y ya tan amargada. Tenías dos trenzas, largas, rojas, gruesas; y un copete despeinado que pretendía cubrir la cicatriz de la última espinilla que te reventaste. Tu uniforme, mojado también, se te pegaba por todos lados, pero sobre todo entre tus dos piernas, donde se podía adivinar tu pubis, rojo me imagino, virgen aún.
Te seguí. Detrás de ti caminaba un muchacho, francamente feo, que te veía las nalgas mientras andabas, y que seguramente en el recreo te sigue a todos lados para ver si te dignas a mirarlo alguna vez. También venía una niña gorda, pelo negro, sonrisa metálica, que seguramente saca diez en todo y tiene envidia de las niñas bonitas y flaquitas, como tu.
Te seguí todo el camino a casa, con las manos en los bolsillos, con un cigarrillo en la boca y con el corazón desbocado al imaginarme que tu y yo éramos los últimos en el mundo y que no caminábamos por esa calle de casas marrones, sino que estábamos abrazados, muy juntos en mi cuarto y me ofrecías de esa paleta roja que tanto te gusta traer en la boca saliendo de clases.
En un momento dado volteaste atrás y me viste. Alcanzaste tal vez a distinguir la silueta de un hombre simple, con corbata negra y lentes de pasta; viste casualmente la figura del hombre fracasado con una esposa gorda y un jefe gruñón; viste mi cara de reojo mientras yo miraba tus ojos verdes con los que se puede penetrar en tu alma (ya ves que traidores son) pero no en tu vientre.
Me viste y me sacudí. Te diste cuenta. Apuraste el paso pensando seguramente, que lo que te faltaba, que encima de que el profesor te puso muchos deberes y presentas mate mañana, todavía tienes que aguantar miradas libidinosas de tipos mucho mayores que tú, tal vez de la edad de tu papá, tal vez y que tal que fuera tu propio papá.
Te seguí y pasé de largo cuando entraste en tu casa roja, con la reja blanca y un porche ancho en el que había un helecho seco y una bugambilia púrpura. Te seguí y pasé de largo dolorosa, ansiosamente, conteniendo el impulso de regresarme y preguntarte por el nombre de la calle, preguntarte lo que sea, con tal de que me voltearas a ver de frente y me dijeras con esa voz molesta y como enojada que te dejara en paz, o que me vaya a la mierda, mientras me cerrabas en las narices la puerta de tu reja para que yo, al fin, aliviado de toda duda, me masturbara por las noches recordando el timbre de tu voz adolescente y tus ojos verdes con los que se puede penetrar en tu alma (ya ves que traicioneros son) pero no en tu vientre.
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