- “Ven,ven... te voy a mostrar dónde vas a instalarte mientras esperamos que llegue el loco de Abel, le dijo Nancho Galarreta, quien era portador de uno de los secretos más guardados, que no compartía con nadie, porque nadie le creería...”

“Guillermo Mac Lean – “El Ser Vacío” * - * Ediciones Castillo – Monterrey, México. Octubre de 2003


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Una tarde de 1971 yo caminaba con mi padre hacia la oficina que teníamos en Florida y Paraguay. Al pasar frente al edificio de Maipú 944 me sorprendió que mi viejo, quien normalmente caminaba muy rápido, aminoró la marcha y se dirigió a un hombre que estaba en la entrada. Yo lo reconocí enseguida porque lo veía casi siempre caminando por Florida, del brazo de algún amigo o amiga, hablando y mirando sin mirar, porque era ciego.

- Quién es? – preguntó él con voz afónica.
- Ruiz de Galarreta... cómo le va... – Y estrecharon las manos mientras yo abría los ojos y el corazón se me disparaba. Jamás hubiera pensado que era amigo de mi viejo.

Hablaron un par de minutos de la Revista Sur, del ultraísmo y de un diario que ya había desaparecido.

- Me lleva hasta la librería?

Yo no puedo –dijo mi padre- estoy llegando tarde a la oficina. Mi hijo lo va a acompañar.
- También es escritor?
- Sí, escribe, pero se dedica más a la música.

Vamos, entonces. – Y levantó el brazo levemente para que yo lo ayudara a cruzar la calle. Llevaba un traje azul, de un casimir a rayas grises muy finitas, de corte bien inglés. Mis piernas temblaban. Mi padre se alejó y yo, llevando al viejo del brazo miré para todos lados porque a esa hora el tránsito era denso y enloquecido.

- La música es la más perfecta de las artes –me iba diciendo mientras yo hacía señas a un automovilista para que nos dejara cruzar – Cualquiera puede opinar de literatura, de pintura, de escultura, pero la música no admite zonceras: suena bien, o suena mal...

Al llegar a la vereda opuesta había una obra, de esas zanjas cubiertas por maderas. Lo tomé del otro brazo con cuidado, dándole tiempo para que cambiara el bastón de mano. Al subir el cordón, los nervios me traicionaron y tropecé. No llegué a colgarme de su brazo para no caer, pero me faltó poco.

- Me parece que lo voy a tener que cruzar yo a usted... – dijo con la ironía que lo caracterizaba. Yo tenía entonces veintidós años, y sentí que la cara se me enrojecía y el corazón galopaba. Sólo quería llegar a la librería.
- Uno puede morir en estas trampas de la ciudad –siguió diciendo-, y no sería justamente una muerte heroica. Como la muerte de Shelley, ahogado a los treinta años, lo encontraron con el rostro tan desfigurado que lo identificaron por los libros que llevaba en los bolsillos: Keats y Sófocles... pero estábamos hablando de la música... fíjese por ejemplo el tango, originalmente una danza de hombres, que después lo fueron arruinando los sentimentales y los llorones...

Ya estábamos llegando a la librería donde él se sentaba todas las tardes a conversar con amigos, conocidos o desconocidos y a firmar libros.

-Maestro, ¿me firmaría un libro si se lo traigo mañana? Le pregunté ya con la tranquilidad de caminar sobre el piso seguro de la Galería del Este.

- Cómo no, véngase a eso de las siete de la tarde, aunque no le conviene que yo se lo firme...
- Por qué me dice eso?
- He firmado tantos que ahora valen más los que están sin firmar...
- Ha sido un honor acompañarlo.
- El placer es mío, joven.

Lo dejé en manos de los dueños de la librería que salieron a recibirlo. Lo vi sentarse serenamente, apoyando las dos manos sobre la empuñadura del bastón. Borges levantó la cabeza hacia el techo y siguió conversando, un poco para los que lo escuchaban, un poco para sí mismo.






© RNPI Nº 155707 - Junio 2008