Grumos negros sobre el cuartel
El coronel Juan Manuel Díaz llegó una mañana al cuartel, era una mañana de sol, espléndido, salvo por esa porción de cielo sobre el cuartel donde se había instalado una nube negra, espesa, con grumos negros aún más oscuros como de carbón.
Entró en su despacho, una sala amplia con un escritorio y cuadros tapizando la pared. Eran retratos de viejos coroneles, de otras épocas, de aquellos años de la independencia, de las guerras de sucesión, los conflictos en los lagos del sur. Viejos solemnes de bigotes en manubrios o bigotes pequeños como cepillos bajo la nariz. Miradas extrapoladas a realidades desconocidas, anónimas, etéreas, que ellos solo conocían y que eran, además, los motores de sus vidas, los propulsores de sus acciones heroicas y revolucionarias.
Además de haber conquistado el extremo sur del continente septentrional se había transformado en un excelente cartógrafo. Era algo que había aparecido como un hobby; una forma de evacuar tensiones entre las luchas. Entre la batalla de San Quintín y la batalla de Jenica dibujó, con una escrupulosa minuciosidad y una precisión perfecta de las escalas, la isla de Pantaneón, la cual sería su próximo destino. El mismo mapa de la isla de Pantaneón se usa aún hoy en día para trazar rutas aéreas y marítimas.
Esa mañana en que entró a su despacho lo primero que hizo fue abrir la botella de whisky. Se sirvió un vaso, dio algunos sorbos y lo dejó sobre el escritorio. Miró alrededor como muchas veces había mirado desde la cima de algún cerro, se detuvo sobre un desparramo de libros. Eran un montón de libros sin tapa, las cuales, él mismo se había ocupado de arrancar. Las tapas se encontraban en el otro extremo de la habitación, a un costado de la ventana. La pila llegaba al borde de una lámpara de pie, ahora apagada.
Bebió otro sorbo de whisky y salió de la habitación. Al rato, había vuelto con una carretilla. Con ambas manos, a pesar de los nudillos artríticos, y los codos, y las rodillas, cargó los libros en la carretilla y en tres viajes los llevó todos al patio. A las patadas los desparramó bien desparramados, los guardias sobre las murallas y los mangrullos lo miraban como se mira un horizonte tormentoso. Con las mismas maniobras artríticas trajo un bidón de nafta y roció los libros.
Levantó la mirada, se acomodó la chaqueta, y con la mano dio la orden a un soldado de que disparase al montón de libros. El disparo fue un sonido sordo y seco. Los libros ardiendo eran una estrella bajo la nube negra que levitaba sobre el cuartel.
El coronel sacó un cigarro del bolsillo de su chaqueta, se acercó al fuego y lo encendió. Una pitada larga, otra pitada larga, aspiró el humo y lo largó en una bocanada gris. Le dolía el pecho. No por el cigarrillo.
Una mancha oscura desalineada quedo marcada sobre el piso de tierra, llena de restos de papel humeante, de brasas, de cenizas. Los soldados seguían mirando desde las torres, las murallas. El coronel, mirando el piso, volvió a su despacho. Pasó la mano sobre su pecho, como acariciándolo.
Abrió la ventana. Tomó algunas tapas de libros y las miró, leyó los títulos con cierta nostalgia. Después procedió a armar una pirámide, igual que esas que se arman con los naipes. Entraba claridad por la ventana a pesar de la nube negra sobre el cuartel; no tuvo que encender la luz. El horizonte se veía despejado y hermoso. Sintió una puntada en el pecho, tosió, fue una tos forzosa, como si quisiese arrancarse algo de los pulmones. Después volvió a las cartas, armó dos hileras de tapas y se detuvo.
Se sentó en el sillón a beber el whisky que le quedaba. Le llamaban la atención los grumos negros más oscuros de la nube. Eran como manchas de nicotina en un pulmón enfisematoso, como máculas en la piel de un enfermo de lepra. Se quedó pensando en los grumos oscuros y se durmió. Cuando eran cerca de la una de la tarde, despertó con los ojos entumecidos. Mirando como a través de ranuras somnolientas se acercó al escritorio y se sirvió más whisky. Sorbos.
Se acordaba de San Pantaleón, sólo él sabe cuantas vidas costó ese mapa. Mandaba a los soldados a investigar el terreno, a que le trajesen detalles sobre los acantilados, las formas, las curvas de las playas. Venían los soldados corriendo bajo las balas enemigas con la espesura de los montes memorizada, los límites con el mar. Y muchas veces caían, como liebres, como perdices, por el fuego enemigo. Quedaban los cuerpos sobre el pasto, la pradera ensangrentada, porque no había tiempo para recogerlos. El coronel sabe que es noble que su mapa haya permanecido vigente a través de los años, sabe que en cierto modo es un homenaje. La copia original está pegada en su despacho, sobre la pared, como una marca del pasado.
Con el vaso en la mano se acercó a las dos hileras armadas de tapas de libros. Dejó el vaso sobre el estante de la biblioteca vacía. Tomó algunas tapas, las colocó sobre las otras, algunas cayeron, volvió a levantarlas y continuó armando. La construcción estaba cerca de la ventana, y mientras armaba observaba el horizonte limpio, pero también podía ver un pedazo de la nube negra asomando. La nube con sus grumos negros más oscuros como manchas de bilis sobre un plato, como sanguijuelas sobre un vientre.
La pirámide de cartas estaba casi terminada. Él volvió a sentarse. Desde el sillón miraba el mapa. La isla de San Pantaleón era una formación rocosa, de unos miles de años, donde se habían formado un gran número de montes; entre sus árboles, y sus arbustos, los yuyos y las enredaderas, sus hombres se habían batido a duelo con las tropas enemigas, en las que fueran las últimas batallas de aquellas aventuras conquistadoras. Pudo escuchar los tiros. Pudo ver los hombres corriendo, disparando sus fusiles con las bocas llenas de gritos y lágrimas y heroísmo. El humo, la polvareda, los caballos; el silencio después de la batalla, el olor a carne muerta, quemada.
Abrió los ojos entumecidos. Sentía un hormigueo en la cara. Tardó un instante en darse cuenta donde estaba, bostezó, después miró el vaso de whisky: apenas una línea de líquido. Sirvió otro poco.
El patio estaba oscuro, ensombrecido, solo una mancha negra de ceniza quedaba sobre el piso de tierra, el recuerdo de los libros quemados. Levantó la mirada, como una hostia negra, en el cielo, la nube negra y sus grumos negros. En menos de diez minutos reunió unos cuantos hombres junto a él. Hombres de miradas tristes, acostumbrados a la soledad del cuartel. Después ordenó que disparasen a los grumos negros.
La ventana abierta, a lo lejos: el horizonte claro. Bebía whisky y el ardor de la bebida se confundía con el dolor de su pecho. Se escuchaban los disparos de los soldados allá afuera, en el patio. Terminó de armar la pirámide con las tapas de los libros. Sopló una brisa, pero la construcción permaneció firme. Apoyó su pecho sobre el vértice, sintió el dolor calmarse. Permaneció apoyado mirando el horizonte puro, verde, lleno de sol, sobre su cabeza, sobre el cielo del cuartel, la nube negra se deshacía a medida que los soldados disparaban a los grumos.
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