Todas las noches se escuchaban explosiones incesantemente. Todas las noches, desde casi tres meses, sucedía exactamente lo mismo. El día, en cambio, era totalmente distinto. La ciudad funcionaba prácticamente de manera normal a pesar de los vehículos de guerra, los marines que transitaban en todas direcciones y los escombros que dejaban los enfrentamientos nocturnos. Cada mañana era un renacer. Los mercados abrían y la gente se afanaba en su rutina diaria, como queriendo ignorar el horror de la guerra de todas las noches anteriores, pero solo fingían y él lo supo desde su primer día en Bagdad, cuando le tocó revisar a una anciana de aspecto inofensivo y encontró cinco kilos de explosivos bajo su vestido negro.
Al cabo de una semana ya sabía que esa aparente calma era tan solo la cautela de una resistencia silenciosa, pero con una tenacidad abnegada y una organización militar envidiable. No le hacía falta ver más para saber que era imposible ganar esa guerra, entonces la desesperación se apoderó de él e intentó, por todos los medios convencionales del ejército norteamericano, volver a su casa en los suburbios de Filadelfia. Como era de esperarse, le fue imposible. (continuará)