Para mi hija Milagros
Voy a hablarle con franqueza, joven: usted tiene dotes de pintor, pero no es original. Trate de hacer algo propio, el mundo está lleno de malos imitadores. Suelte la imaginación, aprenda a disfrutar del instante sagrado de la creación. Tiene toda la vida por delante para convertirse en un verdadero artista...
Las palabras del maestro Pizzano resultaron el cachetazo más duro que había recibido desde su egreso de la Escuela de Artes.
Había estudiado en profundidad las técnicas del óleo, las témperas, las acuarelas. Los estantes de su biblioteca soportaban costosos libros del Renacimiento, los románticos, los impresionistas, los abstractos. Visitaba cuanta muestra de arte se inauguraba. Cuando cruzaba por las Galerías Pacífico quedaba absorto ante los murales de Berni y Soldi dominando la cúpula central. Las mujeres atrapadas por el vértigo del shopping lo miraban con curiosidad, ¿Qué hace este tipo mirando el techo? Finalmente, los hombros y el cuello entumecidos lo hacían volver a la realidad.
Había otro problema: si su pintura no era original, su nombre menos. Se llamaba Vicente. Pero su apellido también era Vicente, o sea: Vicente Vicente. Odiaba a su padre por esa humorada de mal gusto, aunque estaba acostumbrado a recibir la sonrisita de la bibliotecaria, la mirada socarrona del empleado del Banco, la estúpida cara de sorpresa de la secretaria del médico. Logró exponer obras propias dos o tres veces, pero la crítica lo demolió: “Uno parece estar frente a un cuadro de Miró, de Diego Rivera o hasta Caravaggio, -decía el principal diario capitalino -, pero basta acercarse a un cuadro de Vicente Vicente para descubrir que su pincel transita por el camino más fácil: el de la copia minuciosa de técnicas y trazos. Así como su nombre imita a su apellido, el artista (¿?) recurre más a su mano -indiscutiblemente habilidosa- que a su limitada imaginación (....)”
Llevaba años trabajando como restaurador de pinturas. Era perfeccionista y obsesivo, dos condiciones que en el mercado del arte se cotizan. Lo invitaban a restaurar obras cada vez más importantes, de colecciones privadas y museos de varios países. Empezó a saborear los viajes, las recepciones y los hoteles de primera clase. También era agradable recibir billetes grandes por su trabajo, pero definitivamente se aburría. En los ratos libres, se encerraba en el atelier y pintaba. Pintaba buscando su propio estilo, cambiaba de soportes y materiales. Pero finalmente telas, cartones y papeles terminaban como alimento para la chimenea, y ya no le quedaba coraje para enfrentarse a la crítica. Rostros amarillentos y manos de Rembrandt, toros de Picasso, islas paradisíacas de Gauguin, perfumaban el fuego en las noches de invierno ayudadas por el aceite de lino y la trementina.
- Sí, me decía... ¿Su nombre?
- Vicente. Vicente Vicente, – contestó esperando la mirada burlona del Dr. Podolsky. Pero ésta nunca llegó a dibujarse en el rostro felino del psiquiatra.
- Veamos, Vicente. ¿Cuál es su problema? Además de su nombre, claro.
- Soy pintor, un pintor fracasado.
- ¿Fracasado...? ¿ Por qué?
- No soy un artista, solamente un “copiador” de cuadros. Todo lo que hago es imitar trazos, pinceladas, fondos. Soy restaurador y lo hago bien, tengo trabajo gracias a eso...
- Bueno, digamos... es una actividad más que respetable. No cualquiera lo hace... Me gustaría ver alguna de sus obras...
- No, las he tirado casi todas. Me han dicho hasta el cansancio que no tengo talento, y sé que tienen razón. Hasta me da vergüenza firmar un cuadro con nombre y apellido: ¿cómo voy a firmar “Vicente Vicente”? Parece una broma.
- A ver... a ver... vamos a hacer un trabajo que tiene que ver con el tratamiento: cuánto tiempo le lleva hacer un cuadro?
- Dos meses, según los casos, hasta un año...
- Bien, Vicente. Déjeme ver... – Podolsky giró la cabeza hacia una lámina enmarcada que colgaba a sus espaldas- ¿Qué le parece empezar por éste?
- Un Van Gogh...!
- Si, me gusta ese cuadro. Así como odio el autorretrato con la oreja vendada. Bueno, se anima Vicente? Copiar, no intente crear nada, limítese a pintar como si usted fuera Van Gogh. Vamos a rescatar lo mejor de su talento, que sin duda lo tiene.
- Me va a llevar tiempo, tengo que estudiar las pinceladas, los materiales, los rasgos diferenciadores... y hasta los defectos...
- Ya se lo dije, Vicente. Quiero que ponga lo mejor de usted. Poco a poco va a ir descubriendo su personalidad de artista y se va a reír de los críticos, que entre nosotros... jamás podrían pintar ni la cocina de su casa. Llévese la lámina, eso sí, como un préstamo. Es un regalo de una paciente, cada vez que viene me dice que le costó 45 dólares... una manera de decir que le cuesta ganar el dinero.
- Doctor, es la primera persona en la vida que me dice que tengo capacidad...
- Bueno, hay mucho para trabajar. Ahora hablemos de sus padres, Vicente, ¿le parece?
Cuarenta minutos más tarde el médico acompañó a Vicente hasta la puerta. Advirtió que su expresión había cambiado. Regresó al consultorio y abrió una carpeta que contenía recortes de diarios, fotocopias y postales. Releyó una noticia guardada años atrás.
“Amsterdam / 9 de diciembre de 2002/ AP
El Museo Van Gogh de Amsterdam ha sido el escenario de un robo en el que han sido sustraídos dos cuadros del pintor holandés Vincent Van Gogh (1853-1890), según han confirmado fuentes del propio centro. Los ladrones que han cometido el robo se introdujeron, al parecer, por el tejado, burlando inexplicablemente todos los sistemas de seguridad del museo. El director del Museo, John Leighton, no ha podido ofrecer una explicación de lo sucedido, aunque ha asegurado que tanto el sistema de alarma como el personal de seguridad habían reaccionado con "suma rapidez". Las telas desaparecidas, que estaban expuestas en la sala principal, son “La iglesia protestante de Noenen, datada entre 1884 y 1885”, y “La playa de Scheveningen con tempestad”, de 1882. Ambas pertenecen al primer período creativo del artista y su valor puede alcanzar varios millones de euros..”
Cerró la carpeta y se preparó para recibir al próximo paciente.
Vicente entró apurado a su casa. El contestador del teléfono parpadeaba intermitente. La computadora encendida mostraba más de diez mensajes nuevos. Apoyó la lámina sobre la mesa del estudio. Conocía ese cuadro pero no recordaba el nombre. Sí, al pie del passepartout decía “La playa de Scheveningen con tempestad”, claro, jamás había tenido oportunidad de tocar un Van Gogh, pero inmediatamente lo invadió la sensación de estar en el cuarto del loco de mierda, apestando a tabaco de pipa y trementina, un puñado de cartas apiladas sobre la mesa modesta, un plato con cebollas, ropa colgada detrás de la cama y un par de sillas de madera clara. Se miró al espejo y decidió que hoy no se afeitaría. Tampoco tenía voluntad para leer los mails ni escuchar los mensajes telefónicos. Caminó hasta la cocina, se sirvió un vaso de vino y un resto de tortilla de papas que quedaba en la heladera. Trajo desde la biblioteca un libro del gran Vincent. Lo hojeó a las apuradas, pero por esas cosas de la casualidad / causalidad, cayó frente a sus ojos la página que reproducía “La playa de Scheveningen con tempestad”. Después de comer, fue al dormitorio y encendió el televisor, pero sin escucharlo ni verlo. Sentado en la cama, se internó en los detalles del cuadro: óleo sobre tela, 34,5 x 51 cm, una barca que se acerca a la orilla con las velas arriadas. Un absoluto dominio del color y de la luz, dunas y matorrales, trazos horizontales y toques de blanco que agregan realismo a la escena, figuras humanas que evidencian la preocupación por la tormenta inminente, las olas que todavía no estallan pero reflejan un cielo amenazante. El mar, el olor a mar, la costa revuelta y miles de mejillones arrancados de las rocas formando un manto que cruje bajo las pisadas de los pescadores. Soñó que el doctor Podolsky sacaba la lámina de la pared, y en el lugar que ocupaba el cuadro crecía un agujero del tamaño del marco, por el que se colaba un viento marino salitroso, viento y arena.
- ¿No le parece un castigo excesivo?
- Es que la casa era alquilada.
- Pero usted tenía siete años... es normal a esa edad querer pintar una pared blanca, más todavía con lápices nuevos. Su padre lo agarró a cinturonazos...
- Y mi madre me obligó a pintar de nuevo la pared.
- A restaurar. A no dejar ni un vestigio de su imaginación sobre las paredes...
- Bueno doctor, es algo que pasó hace mucho tiempo...
- Pero usted recuerda cada detalle, como con la pintura. Pero olvidemos la pintura. ¿Qué pasa con sus relaciones afectivas? ¿Tiene pareja, novia, alguna amante, alguna relación sexual, frecuente o esporádica...?
- No tengo tiempo para eso.
- Bien, hablamos la semana que viene, de acuerdo Vicente?
- Le quería contar sobre el trabajo que me encomendó, la pintura de Van Gogh.
- Hablamos la semana que viene, Vicente. Lo acompaño hasta la puerta.
El trazado a carbonilla estaba listo. Se tomó un instante para transportarse a la playa tormentosa de Scheveningen. Imaginó la figura lejana de Van Gogh plantado con toda su energía frente al atril. La paleta estaba preparada y comenzó con el cielo. Primero hizo una leve imprimación de blanco, luego los tonos de gris azulado profundo, unos toques de rojo y azul de Prusia. Algunas pinceladas eran ascendentes, otras descendían como una rúbrica, pero casi todas estaban trazadas a 30 grados con respecto a la línea del horizonte, levemente inclinada. Cuando estaba pintando la zona cercana al mástil de la barca, arrojó pinceles y paleta con bronca, manchando parte del lienzo y salpicando la pared del estudio.
- Me estaba contando, Vicente, que tiene un gato...
- Sí, un siamés que me regalaron cuando restauré un Berni, en la casa de una millonaria mexicana. En realidad no es siamés puro, pero parece...
- Como la pintura, una copia exacta pero no lo es. ¿Cómo se llama el gato?
- Jeee, Vicente, por supuesto. ¿Cómo se iba a llamar? Sabe doctor... a veces yo también tengo humor.
- Hablando de eso, ¿Cómo va su trabajo, la playa?
- Mal, me olvidaba de decirle. Tengo que empezar de nuevo: el lienzo no me responde, es demasiado... abrasivo... las pinceladas se cortan mal...
- No se preocupe, yo le voy a conseguir uno bueno. Tengo unos amigos pintores, muy exigentes. Y me deben el hecho de haber salvado su matrimonio.
- Doctor, no es para tanto, es mucha molestia...
- Para nada. No quiero que su inspiración se vea trabada por una miserable tela. Ahora, Vicente: cuénteme un poco de esa casa de su infancia, la de las paredes blancas donde usted hizo sus primeros dibujos.
- Era una casa vieja, amplia y luminosa. Un patio interior con un limonero, un banco de cemento donde yo leía los libros de la colección Robin Hood. Recuerdo casi todas las tapas. Los Tigres de la Malasia, Sandokan, El Príncipe Valiente, El Rey Arturo. Todas tenían un fondo amarillo. Al fondo del patio estaba el taller de mi papá.
- ¿A qué se dedicaba su padre?
- Tenía un negocio pequeño, vendía sellos de goma, grababa encendedores y lapiceras, hacía clisés para la imprenta del barrio...
- Nada original, la verdad, nada... Todos elementos para copiar, duplicar... ¿No le suena conocido, Vicente?
- Jee, qué sagacidad, doctor. Nunca había ido tan lejos.
- Es mi trabajo. Como el suyo o el de tantos. Una pregunta: ¿Cuántos años tiene Vicente?
- Ya le dije la primera vez que vine: cuarenta y siete...
- No, su gato. Cuántos años tiene “Vicente”, su gato ...
- Ah, cinco, o seis, supongo.
- ¿Y nunca lo ha pintado?
- No, nunca. No puedo pintar algo vivo.
La camioneta de color amarillo profundo estacionó enfrente de su casa. El empleado, con uniforme amarillo, gorra amarilla y bolso amarillo bajó llevando un paquete plano, que puso debajo del brazo para poder tocar el timbre.
- Sí, soy yo, Vicente Vicente. ¿Quiere mi documento?
- No hace falta señor, firme acá por favor.
El envoltorio decía “Frágil – tratar con cuidado”. El remitente era el Dr. Walter Podolsky – Billinghurst 1935 – 4º A. Con ansiedad, corrió hasta el estudio y rompió el envoltorio: era el lienzo.
Lo acarició con los dedos varias veces. Tenía la textura de cualquier tela, pero una fina capa de algún producto que parecía sellador le brindaba suavidad al hilado. La superficie era algo amarillenta, como envejecida. Se notaba que las trabas esquineras del marco habían sido reemplazadas para tensar mejor la tela. La madera, en cambio, no era pino común sino algo veteada, de buena calidad y más oscura que las que venden en las librerías artísticas. Junto al bastidor venía un sobre de papel kraft. Solamente tenía una leyenda escrita a mano: “Para que su trabajo sea perfecto. Afectuosamente, Walter Podolsky”. Al abrirlo se sorprendió con una docena de fotografías de la obra. Detalles ampliados, fragmentos de cielo, de médanos y primeros planos del mar, el mar agitado donde la luz incidente develaba el secreto de los trazos del gran Vincent, los medios tonos, el pincel plano, algún toque hecho tal vez con el cabo del pincel, tal vez con una espátula.
A la noche aplicó sobre el lienzo una leve imprimación, y lo dejó secar hasta el día siguiente.
Los pinceles corrían conducidos por una mano mágica. El cielo de Scheveningen era un cortinado plomizo lleno de pliegues azules. El centro del cielo estaba dominado por un trazo llamativamente fuerte, azul grisáceo, la panza de una nube que bajaba señalando hacia el mar, casi hasta tocar la bandera roja de la embarcación varada. Necesitó un par de intentos para lograrlo, limpiando la pincelada anterior con una remera vieja, y ahí va, nuevamente, perfecto. Vicente avanzaba ahora sobre el mar, cada vez más atrevido, ensuciando el azul de prusia con negro y un toque de blanco para resaltar la espuma de las olas. El aroma a aceite de lino lo ayudaba a serenar los impulsos, los médanos de arena se fueron asentando sobre la tela mansamente, con trazos casi horizontales. La playa, en ese contexto, era muy importante, el lugar seguro. Debía pintar la playa antes de que la tormenta arrasara con todo.
- Doctor, muchísimas gracias. Es increíble.
- Por favor, Vicente. ¿Le sirvió lo que le mandé? Era un bastidor viejo, que mis amigos ya no usarían. Pintan arte contemporáneo ¿sabe?, chapa, acrílico, cemento y todas esas cosas.
- No, fue fantástico. Nunca había trabajado sobre un soporte así...
- Bueno, cuándo puedo verlo...?
Vicente se mantuvo en silencio.
- Me gustaría ver su trabajo, Vicente. Para eso lo hicimos...
- Le faltan detalles, doctor. Soy perfeccionista. Hay pequeñas cosas que no me gustan todavía... Pero ese cuadro, una vez terminado, va a ser para usted, para que cambie esa lámina mal impresa que tenía ahí en la pared...
- Bien, bien... muchas gracias. Dígame... ¿Recuerda haber visto alguna vez a su padre trabajando, grabando lapiceras, o haciendo sellos?
- No, jamás me dejaba entrar a su taller. Un par de veces, cuando tenía ocho o nueve años entré mientras él no estaba. Miré todo muy rápidamente, porque sabía que si me encontraba...
- Cinturonazos...
- Bueno, sí, probablemente. Pero él decía que era peligroso, porque usaba ácido para hacer los grabados para la imprenta...
- Entiendo. Una pregunta: ¿Usted no guardó nada de todo eso cuando él murió?
- Sí, un grabado de un aviso de Mejoral, creo que era para la revista “El Hogar”. Es de zinc, montado sobre madera. Me divertía porque todas las leyendas aparecen al revés: larojeM. De chico lo ponía frente a un espejo para leer todo... eso, nada más...
- Bien, Vicente. Siga con el hombre de la oreja arrancada... pero no lo imite en eso, eh? Solamente en el lienzo...
- Sí, doctor. Nos vemos el jueves.
- Adiós doctor.
Se despertó a las 3.45 de la madrugada. ¡Eso era lo que le molestaba! ¡El reflejo de la embarcación en el agua! Sobre la cubierta, las velas enrolladas caían inclinadas hacia estribor. Sin embargo al reflejarse aparecían verticales, a noventa grados con respecto a la horizontal de la nave. ¿O era el mástil, pintado con un trazo excesivamente grueso? Tal vez Van Gogh se equivocó, o la embarcación se había movido o no tuvo ganas de cambiar de pincel. Tal vez concentrado en la tormenta inminente tiró esas pinceladas sin darle importancia. Pero todo el realismo de la escena se alteraba por ese detalle, un par de pinceladas con la inclinación errónea. Encendió las luces del estudio y contempló el cuadro durante varios minutos. El reflejo de las velas enrolladas estaba definitivamente mal trazado. Todo lo demás era perfecto. Tomó el bastidor con ambas manos y lo giró 180 grados. El defecto se hacía de ese modo mucho más evidente. Respiró hondo y mojó el trapo con trementina. Borró con sumo cuidado la primera pincelada. Tomó el pincel chato Nº 16, y en un solo movimiento de mano modificó el ángulo. La embarcación, el mástil y las velas enrolladas se reflejaban ahora simétricas en el espejo del mar verdinegro.
Lo invadió una mezcla de alegría y vértigo. Había logrado hacer una réplica perfecta pero además había introducido una mejora, su toque personal. Se sintió libre y creativo, Después de todo, ese cuadro ya no era de Van Gogh, era su trabajo, una obra de Vicente Vicente. El médico tenía razón: algún día se descubriría su talento. Y ese día era hoy.
- Estoy verdaderamente emocionado, Vicente, realmente me impactó... - dijo Podolsky mientras colocaba el bastidor cerca de la ventana del consultorio. El suyo es un trabajo que demuestra una enorme agudeza visual y recursos técnicos ilimitados. Usted es un artista, aunque todavía se resista a aceptarlo. Se lo agradezco de corazón. Ah, el próximo trabajo: pintar un retrato de su gato. Lápiz, acrílico, óleo, lo que sea. Quiero que encare un proyecto absolutamente original, algo vivo, algo que se mueve. Como su talento, Vicente. Su talento está vivo, no se olvide de eso jamás. Hasta la semana que viene.
- Gracias doctor, me alegra que haya apreciado mi regalo. Nos vemos el jueves.
- Hasta entonces, Vicente.
El psiquiatra llamó a su próximo paciente para suspender la sesión. Hizo un par de llamadas más, envolvió la tela y corrió con ella hasta su auto. Tenía una hora para llegar a “La Serena”, una quinta ubicada en las cercanías de Don Torcuato.
- Es perfecta. Doscientos treinta y dos mil dólares, Podolsky. Es lo que D´Auvignac pactó con usted, hasta que se agreguen a la pintura las inscripciones sobre el marco y el número del Catálogo de La Faille.
No estaba en condiciones de discutir con ellos. Los que trabajan en el mercado de falsificaciones o cuadros robados son gente de pocas palabras, más bien, un par de palabras: compro / no compro. Podolsky guardó los billetes en una mochila y saludó amablemente a los dos hombres vestidos con trajes Armani. En media hora, la pintura estaría volando en una avioneta hacia Paraguay, luego México, y más tarde, nadie podría ni siquiera aventurar el lugar de residencia de Alphonse D´Auvignac, último destino de “La playa de Scheveningen con tempestad” versión Vicente Vicente.
Había comenzado a retratar a su gato, pero no resultaba nada fácil. Eso que el animal aportaba su mejor pose, inmóvil, atento a la mirada de Vicente que iba y venía desde el atril hasta los característicos ojos celestes del siamés, encendidos sobre el rostro oscuro. De todos modos, el pelaje ya mostraba sobre la tela su aspecto aterciopelado. Los bigotes apenas se insinuaban por el contraluz, pero la imperceptible liviandad del trazo los hacía flamear sobre el lienzo, como si un viento incipiente ingresara por la ventana, pintada sobre la izquierda y arriba del cuadro.
El jueves al mediodía el cuadro estaba listo. Satisfecho por el resultado, comenzó a preparar el embalaje para llevárselo a Podolsky. La opinión del médico le interesaba ahora más que nunca. Estaba por cerrarlo con cinta scotch, pero decidió sacarlo nuevamente del paquete. Con una fibra indeleble firmó al pie: “Vicente Vicente 2007”, y más pequeño: “Para el Dr. W.P., en agradecimiento.”
Hizo detener el taxi frente al edificio de la calle Billinghurst. Estaba por tocar el portero eléctrico cuando una mujer joven, que ya estaba adentro del edificio, lo hizo pasar abriendo la puerta de gruesos vidrios.
- ¿Pasa, señor? Adelante...
- Sí, gracias, voy al cuarto piso...- contestó. En realidad se arrepintió por dar explicaciones a una desconocida, pero le venía bien porque estaba un poco demorado y Podolsky era fanático de la puntualidad.
Se cansó de oprimir el botón del ascensor. Estaba trabado en el 4º, según indicaba la lucecita roja. Decidió subir por las escaleras. Cuadro en mano, llegó jadeando y maldiciendo a la paciente anterior, que ya tenía identificada como una mina bastante colgada que solía dejar la puerta del ascensor abierta.
Tocó el timbre del 4º A, y a los pocos segundos abrió la puerta un hombre de traje casi negro, con camisa celeste oscuro y corbata de seda italiana.
- Adelante, señor Vicente. Pase directamente al consultorio.
El desconocido lo llevó del brazo con autoridad.
La puerta del consultorio de Podolsky estaba entreabierta. Otro hombre, también vestido con ropa formal, terminó de abrir la puerta invitándolo a pasar.
- Pase, Vicente. Aunque el doctor no va a poder atenderlo hoy.
No pudo contener el vómito, que naciendo desde su estómago desparramó sobre la alfombra todos los miedos, los fracasos y la confianza en sí mismo. Podolsky parecía un espantapájaros sobre su sillón de cuero negro, con la cabeza echada hacia atrás, los ojos fijos y clavados en el cielorraso. Un disparo de escopeta le había abierto el pecho en forma de enorme flor sangrante, de la que manaba un líquido borravino. La “Playa de Scheveningen con tempestad” estaba ensartada en su cabeza, la tela rajada a la altura de los hombros. La oreja izquierda, cortada con un elemento muy filoso, asomaba de su boca como una lengua extraña, un caracol, esos caracoles de mar que quedan sobre las playas después de las tormentas. Cuando la sensación de pánico y horror aflojó un poco, Vicente se dio vuelta para mirar a los dos hombres con ojos desorbitados.
- El Sr. D´Auvignac quiere conocerlo, Vicente.
- Pero... ¿Qué pasó con Podolsky?...Quién es D´Auvignac... no tengo idea...
- Es un hombre que sabe mucho de pintura. Un coleccionista exquisito. Había pagado mucho dinero por ese lienzo. Si no hubiera sido por ese mínimo detalle, un reflejo en el agua, estábamos frente a un Van Gogh perfecto. No se cansó de repetir que su trabajo era admirable. Pero el arte tiene códigos, Vicente, y hay que respetarlos. Ahora vamos bajando, porque el viaje es largo.
© RNPI Nº 155707 - Junio 2008
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