A la hora quince la música ambiental cesa, las luces se apagan, el telón púrpura se abre de par en par, y los destellos multicolores del cinematógrafo comienzan a proyectar la película.
Quentin Tarantino no es uno de mis directores preferidos, pero tratándose de una película de su autoría y de la situación en la que me encuentro, creo que está bien.
Me parece que los primeros veinte minutos la trama se alarga innecesariamente. El argumento logra sostenerse sólo gracias a la buena interpretación del actor: un Jack Nicholson que a pesar de sus años logra destilar puro talento. Personifica a un apacible vendedor de seguros, y…
Con el correr de los minutos la historia da un giro inesperado. El protagonista sufre una suerte de complot y debido a ello va a parar a la cárcel; una sucia y apestosa institución que alberga a los criminales más sanguinarios de la fauna delincuencial neoyorquina. Una suerte de repentino interés se apodera de mí fulminando mi desidia inicial, y como una víctima inerme de un extraño sortilegio me dejo llevar por las vicisitudes del personaje.
En la escena más trepidante de la película, el protagonista es rodeado por una cáfila de reos y abalanzándose sobre él comienzan a golpearlo salvajemente ante la impunidad descarada de los carceleros que contemplan la acción casi sin inmutarse.
En esos momentos y cuando la escena está a punto de alcanzar su máximo apogeo, la silueta de un individuo se interpone delante de mí buscando a tientas un palco. Estira los brazos, jadea, voltea para uno y otro lado y después de un instante -que me parece intencionadamente prolongado-, el sujeto logra tomar asiento. El individuo se echa sobre el espaldar de su butaca poniendo sus brazos a guisa de almohada, entorpeciéndome la visibilidad.
Ladeo levemente mi cabeza hacia un lado para poder ver mejor; pero sorpresivamente el hombre se ladea exactamente en el mismo sentido. Sintiéndome incómodo pienso que lo más aconsejable sería hablarle al oído y darle a conocer mi molestia o quizás lo mejor sería simplemente cambiarme de lugar. Pero luego de pensarlo unos momentos, de echar una mirada a uno y a otro costado y constatar que esto no es posible ya que el recinto está repleto de espectadores, vacilo ante la idea y pienso que la solución tendrá que venir de otro lado.
Pienso: si el sujeto pudiese ladear su cabeza tan sólo unos cuantos centímetros en sentido contrario, entonces podría seguir viendo la película. Pero las esperanzas de que tal cosa ocurra se desvanece con los minutos. Cuando mi paciencia parece salirse de su cauce, apelo a todas mis reservas emocionales para contener mi ansiedad: el sujeto permanece estático e inmutable y todo indica que el tipo persistirá en su postura.
Entonces bajo mis brazos y apoyándolos a ambos costados de mi butaca comienzo a estirar mi cuello en un ángulo contrario para poder ver el filme…
El protagonista es llevado ante el carcelero: un hombre extraordinariamente obeso que lo observa de pies a cabeza sosteniendo en su mano una manzana que devora a grandes dentelladas. Luego, el gordo lo mira con sus intensos ojos azules y comienza a reír. De pronto se detiene, cierra los ojos y apoyándose contra el espaldar de su asiento extrae un sobre desde el bolsillo de su chaqueta y comienza a hablar con voz estrepitosa y altisonante. En esos instantes, el individuo que está delante de mí da una violenta sacudida y abalanzándose por encima de su asiento deposita sus enormes manos sobre la desnudez de mi cuello, apretándome con una furia descomunal.
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El estrangulamiento comienza a hacer efecto… Echado de espaldas contra mi asiento comienzo a jadear desesperadamente y al faltarme el aire mis piernas buscan tumbar al atacante golpeándolo con furia. Con un rápido movimiento de mi cuerpo logro desengancharme de sus brazos y en un latigazo furioso de mi instinto de conservación mis manos aprietan con furia su cara buscando sus ojos. Con un movimiento desesperado mis dedos trémulos se incrustan en sus cuencas oculares y con toda la fuerza de mis brazos mis pulgares comienzan a desaparecer en el centro de sus ojos. Un líquido tibio y espeso me inunda el rostro: no sé si es su sangre, sus lágrimas o una mezcla de ambas lo que revienta como una cañería rota.
Ante la violencia de mi reacción, mi atacante retira sus brazos de mi cuello y volteándose hacia adelante logra sentarse en su sitio. Se agacha y extrayendo de su chaqueta una especie de paño, se limpia el rostro ensangrentado.
Después de recuperar el aire, de acomodarme en mi asiento, dirijo mi mirada hacia las personas que están sentadas a mi alrededor; allí descubro la expresión impertérrita de sus rostros pasmados con el desarrollo del filme: su interés supera cualquier consideración momentánea. ¿Es posible todo esto, Dios mío?
A duras penas consigo anudarme la camisa desabotonada y tras quitarme la chaqueta, consigo poner en orden mi respiración. Finalmente me quedo inmóvil, con mi vista fija en el telón. Allí veo, no sin dificultad, el desarrollo del clímax de la película: el protagonista está al borde de un acantilado y enfrentando a uno de los carceleros que lo apunta con su rifle, comienza a sonreír. Desde aquella película de Kubrick, en que Nicholson interpreta a un desquiciado asesino, yo no había logrado percibir la locura y el sarcasmo tan magistralmente como ahora lo estaba presenciando. De pronto, el sujeto que me había atacado, gira nuevamente en su asiento, aparta sus manos de su cara y arrimándose al espaldar de su silla se queda inmóvil delante de mí. Las horribles huellas de mi ataque se vislumbran entre las penumbras de los reflectores: sus ojos inundados de sangre están destrozados y a uno y otro lado de su rostro se descuelgan inertes y fláccidas las córneas desgarradas.
Un profundo horror vaciándose por mi garganta se escurre en medio de la sala en un grito aterrador. El sujeto se apoya en el espaldar de su asiento y al incorporarse hacia adelante, las dos córneas vuelan violentamente por los aires. Entonces me echo de espaldas contra mi asiento percibiendo a través de un resquicio del cuerpo que se me abalanza la expresión burlesca e irónica de Nicholson, que, adelantándose unos metros hacia la cámara, voltea el rostro y echándose hacia atrás comienza a reírse estrepitosamente. Mientras tanto, el hombre logra cogerme de nuevo y poniendo sus brazos alrededor de mi cuello comienza a ejercer una presión sofocante…
Mi corazón aumenta dramáticamente sus latidos,… parece que mis pulmones van a estallar ante la presión inmisericorde del estrangulamiento,… me falta el aire… y al voltear dificultosamente hacia un lado,… logro ver en el telón de fondo la expresión sarcástica de Nicholson, que parece estuviera burlándose de mí…
En un progresivo close-up la imagen de su cara adquiere una dimensión aún más aterradora. Su rostro cubre totalmente la pantalla mostrando la crudeza de su perfil desfigurado por el esfuerzo de sus músculos faciales, sus ojos empapados de lágrimas cayendo como goteras a través de los pliegues de su piel avejentada y su dentadura perfectamente blanca que le confirieren un aire de sombría solemnidad…
Mi respiración ha cesado ya casi del todo y aferrándome entonces a la esperanza de ser socorrido, me quedo aguardando a que alguien ponga fin a mi tribulación. Es inútil. A pesar del violento ataque, al parecer ninguno de los espectadores que me rodea logra siquiera percatarse de la situación. Es como si un poder sobrenatural y macabro hubiese conspirado para que esta gente se mantenga al margen de cualquier consideración que no sea otra que la de estar hipnotizados frente a la pantalla del cine. A pesar de mi sofocamiento, de mis estentóreas sacudidas, que más bien parecen convulsiones de epiléptico, nada logra distraer la atención de aquellos excitados concurrentes; ni siquiera el fuerte forcejeo de nuestros cuerpos que chocan incesantemente contra uno y otro asiento logran llamar su atención.
En una centésima de segundo, la inutilidad de mis súplicas me inunda de una gran desesperanza. Y no es sólo por causa de mi atacante, sino por la dolorosa certidumbre de saberme víctima de una indiferencia que no logro comprender en medio de mi ahogamiento y que me arroja contra una soledad tan desgarradora como jamás en mi vida pude percibir.
Con el último recurso de la desesperación abro mi boca y con todas las fuerzas que me quedan, comienzo a morder el cuello a mi adversario: con una saña que yo jamás creí alojar en mi espíritu, clavo mis dientes en su yugular. Su piel hiede a carne de animal y un líquido espeso comienza a chorrear por mis labios: es un líquido viscoso que me recorre el pecho y un fuerte estremecimiento me inunda al constatar que aquel flujo tibio desaparece entre mis ropas humedeciéndome la piel. Ante aquel recurso terrible, mi atacante deja escapar un aullido de dolor y soltándome el cuello logra girar hacia delante. Salvando el espaldar de su palco, el hombre se sienta exánime e inclinándose contra su pecho se queda inmóvil en su sitio.
Luego me tomo el cuello, toso abundantemente y aspiro con exagerada profusión el aire enrarecido de la sala. Cuando recobro mi integridad, dirijo mi vista hacia uno y otro lado, hacia atrás y de nuevo hacia delante y con gran espanto descubro otra vez la expresión fría e indiferente de los espectadores que, absortos en su contemplación, observan la última escena de la película. “¿Será posible?”, pienso en silencio.
Ante aquella frialdad intransigente, no puedo menos que tornar mi mirada para hallar en lo más recóndito de mi personalidad algún rescoldo de humanidad que toda esta tropa de hipotéticos seres humanos eclipsan con su desconcertante actitud.
Después de una profunda meditación un sentimiento de piedad comienza a apoderarse de mí. No logro descifrar qué complejas motivaciones me llevan a experimentar semejante emoción. En un instante tan imprevisto como sorprendente, una suerte de velado interés por el ser que está delante de mí, sufriendo las terribles heridas que le provoqué al defenderme, comienza a prevalecer sobre todo lo demás.
Desde mi butaca oigo sus quejidos, su afanosa respiración y el incesante movimiento de sus extremidades retorciéndose de dolor. La magnitud de sus padecimientos me penetra como una aguja venenosa. Poco a poco, aquel lancetazo cruel consigue subirme hasta el rostro hundiéndose en mis mejillas como una bofetada. Aquella sensación que no logro dilucidar al principio, se instala definitivamente en una zona de mi cerebro y al hurgar dentro de él descubro con incontenible sorpresa la presencia de un sentimiento de vergüenza.
De pronto como si un imperativo categórico surgiera desde lo más profundo de mi alma, estiro mi cuerpo y apoyándome en el espaldar del asiento de adelante, contemplo la dolorosa pequeñez de aquel hombre que mantiene sus manos sobre su boca para no dejarse oír por los espectadores. De vez en cuando aparta sus manos y aspirando con profusión logra mantenerse en silencio. Pero la gravedad de sus heridas es tan grande que es casi imposible no dejar escapar de vez en vez algún alarido terrible.
La indefensión de aquel hombre, la increíble resistencia que ofrece al dolor, me conmueven de tal modo que yo, desentendiéndome de la película y haciendo caso omiso de todos los seres imaginarios que me rodean, salto por fin hasta donde está el hombre y tomándolo por el hombro, lo incorporo contra el espaldar de su asiento: “¿Cómo se siente?”, le pregunto casi con un murmullo. El hombre apenas me responde; pero a pesar de sus terribles heridas, asiente con su cabeza y abrazándome por el cuello balbucea algunas palabras. El sonido gutural de su garganta, aminorada por la pérdida de sangre, es casi inentendible; pero el movimiento de su cabeza y la suave disposición de su cuerpo parecen estar respondiendo afirmativamente.
Nos ponemos de pie. Caminamos el uno abrazado del otro. A duras penas conseguimos avanzar entre los espectadores que al pasar delante de sus narices, nos insultan, nos golpean los pies y nos lanzan sendos escupitajos. Nuestra intención no es otra que la de evadirnos con la máxima prontitud posible, pasar delante de ellos como si no existiéramos, evitarles la molestia de un estorbo. Vano intento. El tránsito en estas circunstancias resulta difícil y penoso. La dificultad estriba en nuestro número. Si la ínfima cifra de uno ya es demasiado como para interrumpir la apacible contemplación de un filme, ¡Cuánto más, Dios mío, lo es caminar de a dos y más encima con uno malherido y casi moribundo! Pero hay que seguir. No hay otra salida.
Por fin, cuando creía que no iba a ser posible salvar el último escollo, logramos sortear al último espectador de la fila. Nos quedamos plantados en medio del pasillo. La respiración de mi compañero disminuye gradualmente: entonces me apresuro. A pesar de mi extremo cansancio y de la premura que el tiempo me exige, no logro evitar preguntarme en medio de la penumbra de la proyección y en el preciso instante en que el telón de fondo despliega las dos palabras que ponen punto final a la película, después que cruce la puerta de salida: ¿Qué camino tomaremos? Y, lo que me parece más importante aún: ¿Cómo salvar la dificultad que entraña sostener entre mis brazos el cuerpo de este moribundo?...
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