Siempre es Semana Santa
Blao sabe que cuando este texto vea la luz, (si es que su editor no lo destruye antes por irreverente), el chisporroteo crujiente de las velas de Semana Santa se habrá apagado tras las crestas doloridas de un Gólgota de bambalinas. Cristo habrá resucitado. No más calvarios. Los cristianos cantarán el Aleluya. Pero la triste luz de las farolas que alumbran a Blao camino de la casa de Azulada aún tintinean lágrimas desmarridas. Si no fuera noche cerrada veríamos los charcos hirvientes llenos de la pena roja que dejan las heridas de los penitentes en medio de la calle.
Desde que cerraron el Cepo, aquella vieja taberna donde las aceitunas sabían a prosa y el vino respiraba ramilletes de poesía, Blao acude todos los viernes al domicilio de Azulada para entregarle su artículo para la Columna. Por cierto la barra de aquel viejo bar del Cepo donde Blao y Azulada se reunían para ultimar sus escritos era de chopo blanco, de la misma madera que el retablo de la iglesia de san Carlos Borromeo de Entrevías.
Esta parroquia, como el bar, también ha sido cerrada. Razones aparentemente distintas, pero iguales en el fondo. La taberna fue reducida a escombros para especular con su solar en la construcción de un hotel de cinco estrellas; y este templo de Vallecas ha sido clausurado por motivos de protocolo, o lo que es lo mismo: por discrepancias con la liturgia.
Ambos cerrojazos no son obras del espíritu, ni del amor, ni del respeto, más bien son abortos de la sin razón y el despotismo. Cosas del rito, el papeleo y demás indumentarias. La función catequética que imparten los sacerdotes de este barrio no está homologada por el Magisterio de la Iglesia. Cuando la doctrina de la curia se erige por encima de los derechos fundamentales de las personas, por no decir de las bienaventuranzas, el dogma viene a ser anticonstitucional. Dicho en clave teológica, el catecismo romano es apócrifo, amén de herético y blasfemo.
Porque el obispo no quiere que unos cuantos curatos de barrio le chafen el solideo, ni que pongan con sus extravagancias evangélicas en evidencia su boato cardenalicio. Monseñor no consiente que los pobres feligreses de estas chabolas comulguen con pan duro y mojado en vino rancio, sino que reciban el sacramento con hostias consagradas como manda el derecho canónico.
La globalización eclesial también a la moda. Una sola fe. Un solo ritual. Una sola hostia. Traje de talla única para todos. No está bien que los curas de Vallecas digan misas en vaqueros y con sandalias mientras que el cardenal de Madrid celebra la eucaristía tocado de mitra y capisayos. Que para este purpurado de la Iglesia el hábito sí hace al monje, y prelado flaco y marido barrigón, ninguno cumple su función.
Camino a casa de su editor, Blao esta noche oye el repiqueteo de los tambores de una procesión de nazarenos que terminó hace semanas, pero por lo que ve, su recorrido aún no ha cesado. El negro escritor escucha los redobles de una iglesia prepotente que antepone sus prejuicios al diálogo, la pluralidad y el compromiso.
Hace ya más de un mes que hermandades y cofradías pusieron sus grietas a remojo, limpiaron sus santos, guardaron sus estandartes e insignias, curaron sus quebraduras con refriegas gloriosas, saciaron su ayuno con pasteles de carne, merendaron la mona de pascua con huevo y chocolate.
Pero Blao esta noche se encuentra con que una larga procesión de penitentes a destiempo se interpone en su camino. Una caterva de marginados, harapientos, drogadictos, prostitutas forman el lacerado desfile. Mendigos, parados, mujeres maltratadas, inmigrantes, niños abandonados arrastran sus pies desnudos por la sucia calzada. La bruma callada de un silencio a gritos envuelve el paso de los tronos ataviados de cruces y espinas. La chusma es inmensa. Blao no tiene más remedio que detener su marcha. Encaramado en el portal del escaparate de unos grandes almacenes contempla las carrozas.
Inicia el cortejo el Cristo de la Soledad arropado por sus devotos, los náufragos del amor. Le sigue el Cristo de las Batallas escoltado por los mártires de la paz. El Cristo de la Sangre a hombros de los enfermos del sida. Luego viene el Cristo de los Cayucos acompañado por miles de subsaharianos. El de los Gitanos, por los excluidos y desheredados. Del Cristo de Lesbos se encargan homosexuales y lesbianas. Al Señor de la Agonía lo veneran los refugiados de guerra. Cierra la procesión el Cristo Yaciente fuertemente resguardado por los que no tienen un lugar para morir, los sin techo, los niños de la calle, ancianos, desahuciados...
Blao consigue hablar con uno de estos últimos penitentes:
"¿Pero a dónde vais, hombre de Dios, si hace ya más de un mes que se acabó la Semana Santa?"
El nazareno cargado de cadenas con respiración fatigada le dice a Blao:
"¿Ves aquel puente rojo al otro lado de la estación? Es la iglesia de Entrevías, hacia allí vamos."
Es pasada media noche. Por fin Blao consigue llegar a casa de Azulada. Este le recrimina su tardanza.
Blao se justifica:
"La procesión del Viernes Santo me ha impedido llegar antes."
"Alma de cántaro, -le dice Azulada-, ¡si ya estamos casi en verano!"
"Eso creía yo -le responde Blao-, pero a tenor de lo que he visto, tengo que decir que siempre es semana santa."
Juan Martín Serrano Azulada
Murcia, 23 de abril
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