HIMNOS A LA NOCHE
Es difícil escribir historias de la nada, o desde la nada, porque es como tomar agua de un río subterráneo que no vemos correr pero sabemos que está allí. Y el río es motivo de historias imaginadas en nuestra propia experiencia o vividas por otras personas. Novalis dijo que un cuento se equipara al sueño, se recrea solo y en plena libertad. Y así me ocurre que me siento en el banco de la plaza a ver pasar el día y su gente, y digo entonces esas cosas de Novalis: “Un cuento es semejante a un sueño. Sin coherencia: un conjunto de sucesos y cosas maravillosas”. He presentido la tarde de hoy, el viento se ha hecho apacible y tiene el rumor de un murmullo.
Por el camino opuesto a mi asiento he visto venir al anciano, el mismo que otras veces encontré en este lugar jugando con un niño que era todos los niños del mundo. El hombre no pertenece a mi acontecimiento interior, pero yo lo invito a entrar en él para imaginar su recorrido de este día, igual que todos los días de su vida ya declinante.
Amanece pronto en nuestro tiempo de verano y se escucha el primer canto del cristofué, el colorido pájaro que se anuncia en la penumbra, sea la del crepúsculo o la medialuz de la mañana. Sabemos que terminó el sueño porque los himnos de la noche (a la noche) callaron, y es el llamado de alguna campana de templo lejano el que alerta el espíritu. Dioses al soñar, mendigos en la vida, tomamos el camino de esta jornada que despereza la inconsciencia y quebranta el silencio. Hago un gesto en el espejo al celebrar la ablución sagrada del agua fresca que me lava de las impurezas de la noche, de sus fantasmas, y puedo ya rasgar la bruma y salir a la calle: El periódico, el café de costumbre sobre pasos que son inseguros porque apenas han comenzado después del reposo. Mientras tanto, el anciano va sintiendo sus emociones y añoranzas confusas: una escalera que en la vigilia presenta sus piedras con firmeza, fue antes un dédalo infinito por el que pasó su juventud. Los juegos infantiles, todavía recordados con precisión, se mezclan con imágenes ingratas. Un dolor adolescente, el amor inalcanzable, la muerte de su nieto. El dédalo sin principio ni fin.
Me ha mirado el viejo, y me dice que estoy en un error; que la historia que construyo no es la suya. Pero allí están sus manos arrugadas que justifican la historia que me propongo rehacer, y yo lo he visto salir de su casa para venir a este lugar, y sé que todo iba a ocurrir de esta manera. No está instalado en un aposento de lujo que lo abrigue con ternura, y vive solo desde que murió su nieto. Yo conocía la historia del anciano y la muerte del niño; sabía que él hacía su refugio en las plazas, que su culto al nieto perdido era el culto a la noche, en mañanas luminosas y tardes de viento apacible. En mi historia, cada momento de la vida del anciano puede recrearse desde el banco que ocupo, y tengo la libertad de ver cómo saluda al vendedor de la esquina, comprar su pan largo y emprender camino hacia la música que reverdece en los árboles del parque. Luego puedo hacer real todo lo que en este mismo lugar fue desde la infancia –su infancia, mi infancia – con paredes manchadas desde siempre, que parecen no haber tenido nunca el color de la simplicidad (la podredumbre es regreso a la simplicidad). Jugaba con los amigos en la mañana, por muchas horas de ocio, inventaban travesuras en este recodo, subían a los mismos árboles añosos que hoy nos dan sombra, corrían locuras de trompo y canales de lluvia. Después los juegos se hicieron de humo y ensombrecieron sus formas, porque tenían complicidad con el riesgo, mientras aquí y allá la picardía de una mirada, un tacto…
Y si me desplazo hacia el otro lado, en la plaza que oscurece pero aún plena de rojo y piedra, veo al anciano tomando de la mano a una hermosa mujer pintada por Durero. Se han sentado en el banco contiguo al mío y hablan largamente. El hombre tiene la luz en el cenit, el sol lo envuelve a plenitud y no siente el calor que chorrea en el verano. Es él mismo la luz en este momento y a nada teme. A la mujer la veo sonreír: tiene seguridad y amor; todo le ha sido dado.
Como un latido del viento escucho decir al viejo: No dices la verdad, mi verdad puede ser otra. ¿Cómo sabes que he sido feliz con esta mujer que aquí ves? La dejé porque ella misma abandonó con displicencia la plenitud de la vida, echó a un lado las herramientas que Durero puso en sus manos, y se entregó al ensimismamiento en actitud melancólica. Tenía el martillo y la balanza y el compás, todas las cosas que ha hecho el hombre para construir el mundo, y no las utilizo. ¿Será que todo es inútil? La mujer era universo y luz, pero arrojó la acción en el vacío e hizo prevalecer la meditación de la noche.
Te equivocas, me repite.
La lluvia se aproxima y no podré alcanzar la historia verdadera del abuelo. La brisa se hizo ventisca y las hojas del patio en la plaza adquirieron los colores sepia y ambarino de la tarde y volaron sobre estas figuraciones.
Pero un instante más para que los himnos de la noche, ya inmediata, me digan la verdad que busco. Caminó el viejo hasta esta plaza que lo había visto juguetear y conocer el amor – travieso y el amor – pasión y el amor – gusto y el amor sin nombre. (No digas esa palabra, cualquier otra: Dios, nervio, arte). Anduvo con pasos seguros para hacer mi historia y dejó sobre las veredas bordeadas de arbustos las huellas que hoy veo e imagino con libertad o capricho. A medida que avanza hacia mí sus pasos flaquean y su cuerpo se encorva. Puede ser una dolencia pasajera. Pero no; sus pasos son los de la vejez, cuando regresaba a la evocación de su vida. Se ha sentado después de muchos años en el mismo banco, ha visto las mismas sombras, las mismas casas, oído voces ya conocidas. Y yo me he permitido enhebrar sobre él un cuento de sueño. Alba, mediodía y noche vuelven a serlo mañana en este parque donde corría un niño que es todos los niños del mundo y un hombre joven retaba a la vida. Todo ha pasado para dejar que ahora se escuche el salmo de los grillos.
Y la noche nos volverá a los sueños:
“Tienes alguna complacencia para con nosotros,
¡oh sombría noche!
Tú levantas las alas abatidas del alma.
Nos sentimos arrebatados por algo oscuro e inefable.
Con un terror jubiloso veo inclinarse sobre mí un rostro grave, dulce y sereno,
que bajo la cabellera ensortijada
de la madre
lleva el encanto de la juventud. ¡Qué pobre e infantil me parece la luz!
¡Qué feliz y bendita la partida del día”
El celador de la plaza pasea inquieto. Solos ahora, el anciano y yo en el recinto que comienza a recibir la bendición de la lluvia y el reposo de la noche.
Iremos, cada uno por su lado, a completar la trama. El cristofué, la ablución sagrada, la oración de la mañana. Mis sueños, las historias que me invento, el himno de Novalis, la gravedad de Durero, el martillo, la balanza, el hombre, el alba, el mediodía, la noche.
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