La tarde era como para estar a dos pasos de un cementerio..., y allí era dónde yo me encontraba. El viento, frío, cabalgaba a lomos de una masa gris y compacta que hacía esfuerzos por no descargar su lluvia; el paisaje era bastante ceniciento... Estábamos en noviembre y, aunque allí no olía a castañas recién asadas, si llegaba un tufillo a matojos quemados. Cientos de hojas con raíz latina se desperezaban sobre el suelo formando tupidas alfombras que esperaban ser pisadas o bien arrastradas cabalgando con el viento.
Me resistía a entrar en ese edificio grande, triste, y con tal enjambre de relieves en las cristaleras de sus ventanas que me daba escalofríos contemplarlos, quizá aún más que mirar aquella enorme puerta de hierro forjado que separaba el mundo de los sonidos del mundo de los silencios....
Rebusqué en el bolso la pitillera, me apetecía, con un ansia casi lujuriosa, sentir ese sabor en lo más profundo de mi alma, como si con esas bocanadas encontrara el alivio que necesitaba sentir en esos momentos. Tenía tiempo y, aunque faltaba poco para que oscureciera, necesitaba caminar antes de sentir en mi propia piel, el desconsuelo del que se queda, y sabe que el que se marchó, transcribió entremezclado en su último aliento un adiós sin retorno...
Creo que por inercia y también con la valentía del que sabe que no está solo, que detrás y delante aún hay personas en tu mismo deambular, que traspasé las verjas del cementerio y me detuve ante un inmenso ángel de mármol, quizá demasiado blanco, para estar a la intemperie velando noche y día ..., año tras año..., un fruto arrancado a la tierra.
Me fijé con más detenimiento..., ¡claro que el cuerpo de ese ángel de mármol, conservaba ese color blanco tan perfecto!; sólo hacía dos semanas que dentro de esa lápida yacía alguien que había sentido la calidez y la textura de una piel..., y se me puso el vello de punta. No quise estar allí, y al volver la vista me encontré sola entre esas esculturas que parecían dispuestas a contarme sus soledades, y puse pies en polvorosa, por si acaso...
El sonido casi altivo de mis tacones era como un repique de acelerados latidos; tenia miedo. Cuando dejé atrás el camposanto, no notaba el frío ni advertí que ya había oscurecido, ni tan siquiera que estaba empezando a chispear..., me sentía tan agradecida de poder respirar que ni pensé en las sufridas hipotecas que debíamos de pagar a la vida por vivir.
Mientras me encaminaba hacia el edificio “del último adiós”, pensé en el precioso color del mar, en esos maravillosos azulados con ráfagas verdosas, y deseé tenerlo al lado en esos momentos. Me sentía viva, ¡quería besar, que me besaran...!, sentir una amalgama de sensaciones en la voluptuosidad de unos labios... Me espantaba pensar en que ellos, los que allí dejaba, no podrían ver, ni tocar, ni oler, y sentí una pena tremenda. ¿Por qué tuve que dar semejante paseo? Me iría a casa, me tomaría un humeante café, sentiría la alegría de mi perro y quizá terminase viendo una película de amor. Pero aún , no podía, debía buscar la habitación del pobre finado y dar mis condolencias a esa pobre viuda.
Subía la escalera hacia el primer piso cuando alguien me llamó. Volví la cabeza y, aunque al principio no recordé su nombre, su cara, maquillada por el devenir del tiempo, me era muy conocida. ¡Claro, era Mercedes, mi compañera de los últimos años de Instituto! Creo que al abrazarnos, alguna lágrima traicionera resbaló por nuestras mejillas... Como estábamos en medio de la escalera, dando rienda suelta a tanto pasado recién reencontrado, más de uno nos miró con ojos inquisidores; quedamos en tomarnos un café allí mismo, dentro del tanatorio, algo más tarde.
Ella iba a la segunda planta y yo a la primera. Cuando por fin, encontré la habitación del finado, recé para que la cortinilla estuviera cerrada y así, si alguna mirada furtiva quería salir de mis ojos sin permiso, no vería nada que me hiciera, posiblemente, tener alguna que otra pesadilla. Tuve suerte, al difunto no se le veía, y creo que hasta lancé un suspiro: ¡de la que me había librado!; creo que no lo hubiese podido resistir. Un conjunto de plañideras, porque eso es lo que eran, lloraban a la vez que hablaban de la bondad del pobre hombre, cuando yo sabía que le criticaban hasta por el color de calcetines que se ponía... ¡Falsas y esperpénticas arpías!, seguro que ya estaban apuntando en la libreta del chisme todo lo que allí acontecía para luego dar su versión hasta en el puesto del pescado. ¡Pandilla de cotillas...!
Después de la triste y manida frase “te acompaño en el sentimiento”, salí y me senté en un mullido sillón de color negro (pensé que el color estaba en consonancia con el lugar) y, hasta que mi reencontrada y bien hallada amiga de adolescencia no viniese a buscarme para tomarnos ese café, por desgracia también negro, me dedicaría a vagar con la mirada.
¡Cabrón... cabronazo, pero cuánto tiempo! Esa voz que había dado al traste con el recogimiento propio de un velatorio venía de una espalda tremendamente ancha, cuyo cuello sostenía a duras penas una cabeza más bien prominente, con escaso pelo, pero armoniosamente peinado. El susodicho cabrón era un tipo bastante feo; una gabardina de elegante corte descansaba sobre sus hombros, y una enorme sonrisa apenas dejaba entrever el diminuto bigote. Después del pertinente abrazo, vinieron a sentarse a mi lado, ya que no quedaban plazas libres... Sin comerlo ni beberlo, me vi envuelta en una aventura casi de novela. Miguel, nombre del que llevaba la gabardina, había regentado en otros tiempos más bien lejanos, una especie de prostíbulo en la calle de la Ballesta; de ahí, precisamente, conocía a Pepe, el gigantón de espalda cuadrada. ¡Qué se yo, la de veces que se rieron acordándose de cosas ocurridas en el pasado...! ¿Es qué no sabían dónde estaban?
Así que me estaba enterando de todo, me parecía a las viejas arpías de dentro, pero era mejor que recordar al ángel de mármol. El difunto resultó ser otro golfante, amigo de la pandilla apodada “Los latigazos”. ¡Hasta la Cibeles temblaba cuando nosotros pasábamos...! ¿Eh...?, ¿cómo...? En ese momento creí atragantarme dentro de una gran carcajada... ¡Dios mío!, como todos los amigos del espaldas fuesen como el que ahora reposaba ahí dentro, pobre de aquel Madrid...! Al evento mortuorio se unieron más “latigazos” a cuál más penoso, ¡que fuerte..., hablando de señoritas de la vida y el pobre Domingo, más seco que la mojama...!
Abrí el bolso para coger un chicle y sentí que unas manos me tapaban los ojos..., volví la cabeza creyendo que era Mercedes y me encontré con un tipo medio calvo que, en una vorágine de elocuencia, me abrazó y me dio dos sonoros besos; un poco más y me suelta una palmada ahí, dónde termina la espalda.
Era Rafa, el number one de la clase de Literatura, el enchufado de la Sra. Escalera. Todas estábamos un poco enamoradas de él, ¡mmmmm, que tiempos...!, ahora estaba divorciado, era ejecutivo de una empresa editorial y, para colmo, conocía a casi todos los “latigazos”... ¡Claro! Y tuvo que presentarme, y aquellos del “Tiembla Cibeles”, un poco más y me hacen un masaje facial y se llevan todo mi maquillaje.
Ya éramos casi una panda, así que en volandas me llevaron a la cafetería. Fuera debía de hacer un frío de muerte, (bueno quizá, seria mejor decir un frío de chincha pelotas..., ¡no... demasiado vulgar, bueno... pues un frío de tres pares de narices!, ya está). El caso es que tocando el cristal del gran ventanal, lleno de angelotes de colores, se te quedaba la mano casi congelada.
¡Caray! ¿quién me iba a decir que casi estaba a gusto? El camarero (menos mal que iba de blanco) juntó dos mesas y allí que nos sentamos. Enseguida nos ocultamos bajo una gran nube de humo y los lingotazos, esta vez de alcohol, iban cubriendo el cristal de las mesas. ¡Pero si parecía la última promoción de Preu! Más besos..., mas compañeros..., jajaaaa ¡Susana... Pepa... si estáis geniales! Divorcios, aventuras, hijos, partos, trabajos... Aquello parecía un guateque de esos que hacíamos entonces, incluso había miraditas... ¡que ya... ya!, y Mercedes perdiéndose todo...
¡Sres. y Sras.!, dijo Pepe, el de la espalda cuadrada, ¿y si nos fuéramos a un pub que no está muy lejos de aquí...? La propuesta fue aceptaba por unanimidad, incluso yo me olvidé de mi reconfortable bata y de las caricias de mi perro.
Me lo estaba pasando genial. Mercedes llegó con cara de pena y disculpándose por la tardanza, pero se quedó perpleja al ver tanta gente junta y tan bien avenida. En su mirada había signos de interrogación que se disiparon en cuanto recibió todos los abrazos que yo también había recibido. Cuando salimos de la cafetería, rumbo al pub, creo que más de uno, se dio cuenta de que estábamos en un tanatorio, adonde se va a dar el pésame y no a comer “pinchitos de tortilla” y tomar un “chato de vino” en la cafetería con la panda. Así que aquella frase tan oída que dice “el muerto al hoyo y el vivo al bollo”, empezaba a ajustarse a la realidad.
Y mirando de reojo aquella puerta le entregamos nuestra última sonrisa, y le dimos las gracias por tan agradable velada.
¡ Y es que Domingo...era mucho Domingo !
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