No se puede hacer uso de las lágrimas a conveniencia. No se pueden arreglar todos los problemas soltando un gemido y mojando los ojos. A veces llorar no sirve de nada, y, sin embargo, es lo único que nos queda.
Tal vez ella se vaya para siempre, y tal vez yo también lo haga. La diferencia está en que ella se despide de una larga vida mientras yo me despido para comenzar la mía, no sé si larga o corta, pero una y mía. Creo que ya no puedo seguir. Creo que, como toda persona, tengo mis límites. Ni siquiera sé si son racionales o carecen de sentido o fundamento o base, pero poco a poco voy tomando conciencia de que están ahí y más poco a poco todavía empiezo a admitir que no puedo seguir así. Yo no soy persona de esperas eternas. “Hasta que todo esté en orden”, ese será el momento ¿para...? Y mientras tanto se nos va consumiendo el tiempo y desaparecen los instantes y los momentos dejan de ser dignos de mención.
A cada semana te veo. Cada cinco o seis días vuelves a mí para marcharte de nuevo. Te quedas unas horas, cuatro, seis, puede que ocho en total y desapareces por ciento veinte, o incluso más. Cada veinticuatro horas de media, oigo tu voz cinco minutos y los siguientes treinta me los paso olvidando que existe el teléfono para no volver a marcar y encontrarme con la decepción de que se acabó el tiempo.
Me pregunto si ése es, o era, mi tiempo, todo, y al pensar en adjudicármelo, al tomar conciencia de que lo mismo sí, que no hay más, que sabemos que es difícil, que a otro poco lo llamamos imposible, se me queda corto. Entonces llega el abandono; no el "lo dejo, ya está, se acabó y a la mierda todo", sino la soledad y el desánimo, el vacío, la ausencia, yo y un denso silencio cubriendo mis ojos.
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