Dedicado a mi esposo Pepe.

A veces me distrae el movimiento que hacen las agujas del reloj al moverse,
tic, tac, el alma ronronea con ese son, mientras una fina lluvia aporrea el cristal
de la ventana de mi estudio.

Luego el sonido de los pájaros madrugadores va despertándole día, mi sonrisa se amplia sobre el aroma de café y tostadas recién hechas que envuelve toda la casa.

Allí esta él, adelantándose a mis deseos, regalándome su mejor sonrisa y entre sus manos una taza de humeante elixir que llega a mis sentidos. Sabe cuanto me gusta ese momento y sus abrazos, placer que degustamos, ritual de siempre.

Todo parece igual cada amanecer, el mismo rito, pero yo siento diferente
el trino de las aves y el aroma de las flores. Sólo el aroma a café y el amor que reflejan sus ojos al mirarme es el mismo.

Es el momento más bello del día, los dos en la cocina, cómplices de una vida, solos sí, los hijos crecieron, buscaron sus propias vidas pero sin perder de vista la nuestra permanecen unidos a nuestras almas como las nuestras a las de ellos.

Son treinta y cuatro años, primaveras llenas de sol y brisa y esos veranos que desteñidos
se apilan en el altillo de la torre, refugio de palomas.
Treinta y cuatro años viendo de las hojas su amarillo y ese llegar del frío, recogidos
Frente a la chimenea y nuestros libros.

El día sigue su curso, coches distintos, trabajos separados, pero la sonrisa sigue en nuestros labios esperando el atardecer, milagro que mueve el mundo.
Pero nuestras almas siguen latiendo al unísono los movimientos del día.