Las líneas paralelas me habían llevado hasta aquel lugar descentrado de todos los tiempos. Meridianos, longitudes y latitudes; grados, minutos, segundos: todo había contribuido a mi desorientación. Las coordenadas en mis oídos como música de las esferas, sangraban incoherentemente sobre un vacío anonadado, un pliegue procaz de las regiones insondables.
¿Dónde y cuándo estaba?. Era la primavera de las lluvias, la estación de los árboles marchitos y las marchas reales. Lluvia, lluvia, y recuerdos cayendo como copos de avena en el cuenco producido por el pliegue espacio temporal donde me encontraba.
Las líneas divergieron, y el espacio se ensanchó. El tiempo retrocedió, las coordenadas se agruparon en ejes, y la lluvia cesó a las 25h: 33 minutos de la noche del nacimiento de Nuestro Señor de la Entropía. Su sacro corazón albergó desesperanza para los más fieles devotos del caos, y confites y regalos para la noche de Halloween.
Sube y baja, grados minutos y segundos; recorre las líneas magnéticas del globo terráqueo, mientras el rey del país de los sueños me embarga la existencia. Una partida de ajedrez bajo los faldones de los eternos, un peón que no cumple las reglas, y las líneas amenazan con derrumbarse.
Ondas radiofónicas nos salvan del tedio. Cabalgamos en wifi, y regresamos a nuestro paralelo a tiempo.
Pero el tiempo ya no existe. Loamos al Señor de la Entropía por el milagro, contribuyendo a su desorientación.
Las líneas paralelas han convergido, por fin, y el infinito ya se vislumbra en el horizonte de incertezas. Ya no hay música, las esferas han detenido su viaje por el cosmos, y el caos se pierde en insondables latitudes de regresiones marchitas.
Acabamos la odisea, y Neptuno se reconvierte en apocalíptico mesías profeta del atardecer.
Nos despedimos de nuestros allegados, de las lluvias de espacio-tiempo, y de las marchas reales marchitas en el caos. |