Los pausados, y roncos, estertores que salían desacompasados por la garganta del hombre, que acostado en la cama de aquel hospital veía pasar por su mente toda su existencia en esta vida, denotaban que poco faltaba para que se sumieran en el completo silencio.
Ninguna mueca facial mostraba que sufría con esos recuerdos. Tan solo las comisuras de los labios se veían alteradas, ocasionalmente, con una leve sonrisa.
Las manos se afianzaban fuertemente a la sabana bajera, a ambos lados de su cuerpo. Como tratando de asirse por más tiempo en el poco aire que le quedaba de vida.
Los pitidos de los aparatos que lo rodeaban eran lo único que estaban compaginados. Aquellos tic, tic, tic, tan, aparentemente, eternos llegaban a ser monótonos.
Él, en su estado, si interpretaba aquellos sonidos, no le prestaba la más mínima atención y ella, sentada en la silla, de cuero marrón, que estaba justo al lado de la única ventana de la habitación, tan solo lo miraba y esperaba el momento en que esos ruidos cesaran.
La puerta, de la habitación, estaba completamente cerrada por lo tanto cualquier anomalía que sucediera en la misma, no sería oída por ninguna de las enfermeras que estaban a su cuidado. Ella agradeció esa contingencia pues así todo sería más rápido en su larga espera.
Una leve sacudida corporal, un espasmo y fue justo el momento en que todo ruido funcionó al mismo compás del silencio. Entonces ella se levantó lentamente, se acercó al cuerpo caliente del hombre y alargando sus dos manos tomó lo que viniera a buscar y ambas se alejaron cruzando la puerta cerrada.
Un poco de luz |