Claudia me decía que con los años una encuentra el camino de la tranquilidad y de lo que verdaderamente debe importarnos. Una de sus frases célebres era que no eran los hombres los que tenían que ser perfectos sino que ese era un trabajo que nos correspondía a nosotras. No existe el hombre perfecto, existen las mujeres que aprendemos que en la vida la realidad es mucho mejor que las historias encantadas o hechas de fantasía. Ni las mujeres ni los hombres son seres perfectos, ni siquiera son de Venus o de Marte, simplemente son espíritu y energía. Una especie de luz que durante muchos años no supo que existía y que cuando lo descubrió empezó a preguntarse quién pudo encenderla para él. Incómodo por esa sensación incomprensible comenzó a inventar con su mente y sus actos cómo apagarla. Entonces ocurrió y vio llegar la oscuridad a su morada. Fue un tiempo para lo desconocido, para estar perdidos, para la vida que había olvidado lo hermoso. Sin embargo, la eternidad no era para el hombre y éste sin saberlo, y en medio de la desesperanza, se inició en distinguir lo difuso. Logró entonces recordar la nitidez de la forma y se dio cuenta que había comprendido. Nada, absolutamente nada de lo que existe fuera de nosotros es lo suficientemente claro. Lo que ilumina a los seres para poder aprehenderlas es nuestra luz, una luz que extrañamente nosotros no encendimos y que por ello mismo, tampoco debemos apagar. Pues la luz que ilumina la vida o deja de hacerlo no nos pertenece.