A la mañana pasó corriendo inútilmente detrás de un pájaro, que por supuesto voló y se refugió en una rama alta. La misma escena de todos los días, casi un deporte, porque jamás atrapó un pájaro y seguramente nunca los quiso atrapar. Era solamente esa carrera enloquecida de veinte o treinta metros por el parque.
Al rato pasó con una botella de plástico blanco entre los dientes. La misma escena de todos los días. Perro lúdico, incansable para jugar a buscar una pelota, o lanzarse con ambas manos sobre un bidón aplastado como si fuera una patineta para deslizarse unos metros sobre el piso de la galería.
Noble, fuerte y aguerrido. Asumió el mando de todos los perros de la casa, y algunos perros de las casas vecinas. En sus ocho años de vida cambió cuatro veces de hogar, sin importarle dónde estaba, pero sí, bien junto a nosotros.
A las tres de la tarde le dije como siempre: “Calígula: por el otro lado, a comer”, y dio la vuelta a la casa hasta el patio donde todos los días lo esperaba su plato.
Pero ni tocó la comida. Se tendió junto al plato como para que no se lo robaran, nada más.
A las 9 de la noche lo busqué nuevamente y lo vi echado junto a la ventana del estudio. Me acerqué, y como tantas veces, le sacudí la cabeza tomándolo de los pelos: “Calígula... a comer, vamos loco...”
La cabeza se me soltó de la mano y cayó nuevamente al suelo. Tenía los ojos abiertos mirando hacia la ventana del estudio. Lo toqué. No respiraba, había muerto recién, el cuerpo estaba caliente, las patas apoyadas unas sobre otras, como descansando.
Hoy a las 10 de la mañana lo enterré sobre la barranca. La cara mirando hacia la casa que tanto disfrutó. La lluvia me ayudó a cavar la tierra reseca de tantos meses, y a disimular las lágrimas. Cubrí la fosa con muchas piedras, para que nadie toque a mi mejor amigo y al pedazo de vida que dejé con él.
© RNPI Nº 155707 - Junio 2008
|