La ví allí, inerte, pálida como un rayo de sol que se aventura a trabes de las estalactitas. Los ojos cerrados, como si en su ultima bocanada de aire hubiese experimentado la mayor de las paces, la mayor de las tranquilidades, la mayor de las serenidades existentes. Tumbada sobre una cama de corrientes congeladas, flotando entre los nenúfares. Nunca pensé en la belleza que podría tener la muerte, pero de todas las muertes que mis cansados ojos han visto, de todas, esta la mas profunda, la mas calma, la mas hermosa.
El cuerpo de la mujer, con las bellezas que conlleva, en su mayor pureza, sin ninguna clase de mancillación, ingrávida en aquel lago de agua cristalina. Me inspiró. Lloré y lloré toda la noche, yo, frente a aquella obra de la naturaleza, frente a aquellos sueltos y libres cabellos bañados en un oro ahora apagado, frente a aquella mujer, tan hermosa… lloré. No la conocía, pero sentía como si toda la vida la hubiese amado, sin haber sobrepasado el umbral e la puerta que llevara a su corazón: sentí que sin ella mi vida no tendría sentido, que el bosque en el que me encontraba debía ser mi fin, que junto a ella, yo, desnudo y sin nada que mi cuerpo pudiera reclamar como propio, debía abandonar la vida, en aquel portal hacia la muerte, en aquel umbral hacia el soleado día, debía morir.
Después de llorar junto a la luna, y con las primeras nubes de un nuevo amanecer me deshice de mi vestimenta, la arroje lo mas lejos que pude sin abandonar a la joven y después, con calma y mas sereno que nunca me sumergí en las gélidas aguas de aquel pequeño paraíso, para nunca mas volver a despertar.
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