El sol anaranjado se escondía detrás de los gigantescos salientes rocosos de las llanuras. Alargadas sombras huían de aquella puesta de sol, paralelas a las rosadas nubes, que flotando, seguían su camino a merced de los arremolinados vientos.
En un precipicio, en el saliente mas afilado de todos, enfrente del abismo, la silueta de un hombre abierto de brazos se calentaba con la llama de una sonora fogata. Las llamas chisporroteaban debajo de una pequeña columna de humo. Era un rito indio, aquel hombre, embarazado de sabiduría, rezaba a sus ancestros en busca de ayuda. Vestía la indumentaria necesaria para su cita con sus dioses, haciendo sonar los infinitos colgantes y amuletos al son de una danza de miles de años de historia mientras cantaba con una voz grave y cavernosa; los ojos, cerrados, mirando a su propia alma, liberándose de todo mundo material para ascender a otro plano, a otra dimensión más pura, más mística.
Abrió los ojos y una lágrima resbalo por su arrugada mejilla. Era de los últimos descendientes de lo que fue una gran raza, solo quedaba el recuerdo de un pueblo consumido por el hombre blanco, conquistador de las tierras pertenecientes a su etnia.
Lucharon y perdieron, en eso se resume la historia. Al parecer, el ser más débiles, menos desarrollados en el mundo físico no les daba derecho para sobrevivir. Al parecer, el ser un pueblo experimentado en el espíritu y la paz interior no valía para poder convivir con el resto del mundo.
El hombre, viejo, cansado, miro a sus espaldas. A lo lejos se veía la silueta de una luminosa ciudad, mas cerca, a unos pasos, su coche estaba aparcado en un borde de la carretera. Volvió la mirada al frente para mirar las estrellas que ahora se habían apoderado del firmamento. Una luna creciente se había adueñado del cielo. El viejo miro al fuego y después de haberse quedado absorto y pensativo embaucado por el bailoteo de las llamas sacó de su bolsillo un trapo cuidadosamente doblado. En ese desgastado trapo de piel tenia guardado el más importante de los amuletos. Era un único tesoro que había existido desde los comienzos de su pueblo. Una vieja piedra tallada, representando al Gran Espíritu. De jefe en jefe había pasado por numerosas manos. Era el único objeto que conservaba la historia completa de aquella antigua etnia.
Besó la piedra y se acercó al precipicio saltando hacia el abismo. Enterrando por siempre a su pueblo en la única tierra en la que fue libre, enterrándose, junto con aquella piedra. El último gran jefe de una de las razas más antiguas de la tierra.
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