La penitencia
Antonio, desde muchos días atrás, sentía que algo le atormentaba en su conciencia. Católico por inercia, siempre recordaba sus días de monaguillo cuando, hasta por hacerse una palomilla, acudía al confesionario a explicarle al señor cura sus debilidades nocturnas.
Don Alfonso, cura de la parroquia por los últimos dos mil años, más o menos, se encuevaba en su casilla de confesor, de 8 a 9 de la mañana, antes de la segunda misa. Recibía las historias ocultas de mancebos, mancebas, viejas y viejos, siempre con la misma postura y siempre con la misma penitencia: “Ego te absolvo. y reza tres avemarías y un padrenuestro”. Asunto concluido. Masturbaciones, orgasmos, malos pensamientos, cuernos y demás bellezas de la vida diaria se solventaban con la misma paga. Invariable penitencia para todas las confesiones del día.
Antonio se arrodilló ante el cura. –Ayer, cuando usted no estaba, abrí la cajita de las limosnas a San Zacarías. Tomé todas las moneda. Me fui a la barra de la esquina y me raspé cuatro tragos de ron que manda madre. Yo pecador... y pensó en las tres avemarías y un padrenuestro de siempre.
-Todo te lo perdono, pero no robarme. Pillo del demonio- Le contestó el cura Don Alfonso, enojado y rubicundo.
-Padre... perdone... solamente quiero la absolución para estar tranquilo.
-Ego te absolvo, in nomini patris, et filius, et.... pero, para que quede perdonado este asalto, has de rezar tres avemarías, un padrenuestro y darle un billete de 20 a la primera persona que veas cuando salgas de la iglesia. ¡Y es a la primera!.
Antonio rezó lo que debía. Salió de la iglesia. En las mismas escaleras de la plaza se topó con una bella mujer de falda corta, escote a media teta, lunar en la mejilla y ojos de terciopelo. Todas esas cualidades medidas de abajo hacia arriba.
El pecador entrega el billete de 20, sin preguntar nada a la madona.
-¡Insolente! Exclama la muchacha. ¡Yo cobro cuarenta!.
-Perdone señorita, es que el padre Anselmo me dijo que le diera veinte...
-¡Pendejo! Yo le cobro a él veinte por ser el cura, pero tú me tienes que pagar cuarenta. O no hay negocio. Siguió su camino meneando la batea como Dios manda.
Amén.
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