Aquí estoy, parado de nuevo en medio de la habitación.
No siento el aire rozar mi cuerpo. No escucho el sonido de las estrellas.
No contemplo ya el rugir del sol.

La habitación es, olvidando la cotidianeidad, casi obscura,
salvo por el pequeño reflejo de aquella triste bombilla de cristal.
Con un extraño y pesado aroma me envuelvo, y sudo;
no pienso, sólo vivo.

Mis recuerdos comienzan a caer como gotas de lluvia,
que al golpear el suelo se escurren entre las hendiduras de la duela.
Se me escapan de las manos.

Todo es nuevo, ya nada es lo mismo. Los sonidos ya no chocan;
los olores ya no vuelan; la carne ya no corre, la química no persuade;
el brillo ya no existe.

De repente, me veo tendido en la cama.
Si respiro o muevo los ojos podría desintegrarme,
algo me lo dice.
Quedo abandonado.

Me rodea un armario de sombras siniestras,
papeles y colores desgarrados, maderas y piedras sin sentido,
máquinas y porosidad únicas.
Y me envuelvo y ya no sudo.

Reviso detalladamente mi espacio, con sus ventanas de luna estrellada
y su puerta de hueco infinito.

Tres soles me proponen y yo no descifro los códigos.
Confundo e ignoro,
sin que me quede otra opción.

Así, me doy cuenta que esta noche
es la primera en que no tengo ganas de dormir.

Descubro un reloj, de minutos congelados;
que pierde al tiempo para siempre.
Mi corazón ya no funciona, porque desintegraría mi materia.

Mi cuerpo sigue intacto, tendido.
No siento miedo, ni felicidad, ni angustia,
ni siquiera dolor, ese que me había acompañado por tantos años.
Poco a poco me rodea una paz intensa, que sin embargo, no me pertenece.

Mi quietud parece no molestarle a nadie.
Las voces viajantes ya no rellenan los canales forjados de yeso.

De esos nadie, sólo me queda un vapor;
vapor de sentimientos y de texturas, de estados de ánimo y de desesperación,
de alivios y frustraciones, de cansancio y de rencor.
Pero sobre todo, de unión, de luz y de tiempo.
Lo bebo y lo disfruto.

Todo, absolutamente todo, está cubierto por una inmovilidad perfecta;
salvo mis pensamientos, que me muerden como hormigas.

Y todo estaría muerto de no ser porque vi aquel reflejo.
El de la triste bombilla de cristal,
que me ha hecho viajar a través del espacio de aire comprimido,
que ni se siente,
y que me ha hecho repasar, leer, beber y dibujar,
cada una de las gotas que aún conforman mi sangre.

Ese reflejo que vivió y que sigue ahí, gritando con furia desesperada,
encerrado en su microcosmos.
Ése, que con su pequeñez, me ha dejado ciego,
y me ha imposibilitado para volar, para reír, para escribir,
para llorar, para sentir.

Ése que, un día, me abrió sus puertas y me dejó subir por sus rayos punzantes;
que me dejó descubrir, desde mi cama, a aquel hombre
parado en medio de una habitación, no cotidiana,

con piso de madera, sin brillo, sin luz;
que me dejó nadar en su espacio sudoroso, entre sus soles
y sus minutos congelados;
que un día me permitió descubrir a aquel hombre, tendido en su cama,
sin miedo, ni felicidad, ni angustia, ni siquiera dolor.

Ese reflejo que dejó a la intemperie a aquel hombre de corazón muerto,
sin voces, liviano, infinito.

Sólo entonces me di cuenta que habían pasado muchos años,

y que todo ese tiempo lo había pasado tratando de descubrir
qué había en ese reflejo;
tratando de descubrir quién era aquel que en el cristal se dibujaba;
al que contemplé y al que, con tremenda calma,
vi como era carcomido por la bombilla,
sin miedo, ni felicidad, ni angustia, ni siquiera con dolor,
solamente con un triste reflejo.