Estábamos en la quinta que tía Bety tenía en Tortuguitas. Era una casa estilo alemán con una gran nave central donde se situaba el living y dos alas que salían hacia los costados donde estaban los dormitorios. Visto desde arriba parecía una gran letra T. Tendríamos 15 años más o menos y lo único que hacíamos de nuestras vidas era jugar al voley en la pileta y tomar la leche como desaforados. Día por medio nos tocaba limpiar el baño, ordenar los cuartos y hacer la cena. Una cosa que nos gustaba hacer era armar escondites entre los árboles del fondo. El mejor estaba entre los árboles de granada, detrás de unas cañas tacuara que nos cubrían de las miradas de los curiosos. Allí nos íbamos a descansar de nuestra ardua labor cotidiana y nos quedábamos hablando hasta que se hacía de noche con el tercero del equipo, nuestro primo Matías.
Así pasábamos nuestros días sin preocuparnos demasiado por nada. Mientras había sol, en la pileta, y cuando se hacía de noche, tirados en el pasto mirando las estrellas, hablando de películas o contando historias de terror. Matías era buenísimo inventando leyendas de apariciones, fantasmas y sonámbulos. Me acuerdo cómo envidiaba esa facilidad que tenía para meternos en clima hasta hacernos temblar de miedo. Yo trataba de competir con él inventando las historias más desgarradoras y terroríficas que se me ocurrían, pensando que así podía ganar tu atención. El tema era que vos ejercías sobre nosotros un poder del que no te dabas cuenta y los dos, Matías y yo, sentíamos que en algún momento uno iba a ser favorecido con tu amor. En mi mente yo contaba cuántas veces te asombrabas, cuantas veces te reías, cuántas veces te asustabas, con las historias de cada uno.
No se bien en qué momento empezaste a notar que todo lo que hacíamos, lo hacíamos para ganar tu cariño, pero a partir de ahí las competencias se hicieron cada vez más feroces. No sólo competíamos contando historias, sino que también nos hacías jugar a ver quién aguantaba más debajo del agua, quién nadaba más largos en la pileta o quién se subía al árbol más alto. Tus preferidas eran siempre aquellas pruebas en las que nos obligabas a tocarnos uno al otro haciéndonos cosquillas o esas en las que teníamos que luchar sin usar las manos ni las piernas. A veces subíamos al altillo, donde las persianas siempre estaban bajas y nos hacías acostar en el piso boca abajo. Después nos hacías sacar las mallas y nos tocabas en la espalda con alguna parte de tu cuerpo. Nosotros teníamos que adivinar con qué parte nos tocabas y cada vez que alguno ganaba, sumaba un punto que ibas anotando en una libretita chiquita que llevabas en el costado de la bikini. Casi siempre íbamos parejos con los puntos, porque vos nos hacías hacer pruebas en las que sabías que alguno de los dos era mejor que el otro y las ibas dosificando para que estuviéramos siempre iguales.
Tía Bety trabajaba a la mañana, por lo que hasta las cuatro de la tarde estábamos solos en la casa y éramos dueños de hacer lo que se nos daba la gana, siempre después de limpiar los baños y arreglar los cuartos. Así que nos levantábamos apenas ella se iba a la oficina y cumplíamos con las obligaciones lo más rápido posible para después dedicarnos a nuestras competencias.
Cualquiera que lo hubiese visto desde afuera, se habría dado cuenta de que por nuestras venas adolescentes, la sangre se iba calentando cada vez más. Sobre todo cuando jugábamos a la mancha-agarrada en la pileta o en el altillo. Ese juego que habías inventado era como la mancha tradicional, pero con el agregado de que para "manchar" al otro, era necesario tomarlo y abrazarlo por la cintura, lo que en el agua cálida de la pileta se traducía en irremediables erecciones de Matías y mías, y por las que nos quedábamos horas y horas nadando con vergüenza. Entonces vos a propósito organizabas concursos para ver quién aguantaba más haciendo el puente boca arriba u otros por el estilo.
Una tarde, cuando ya el sol había bajado, tía Bety nos dijo que se iba a jugar a la canasta a la casa de una amiga y que no hiciéramos mucho lío hasta que volviera. Pronto mi corazón empezó a saltar tratando de salirse de su lugar y de los nervios que me agarraron, creo que hasta llegué a tiritar. Sabía que esa noche algo iba a pasar.
Apenas la tía cruzó la puerta de calle, Matías y yo nos dimos cuenta de que no estabas con nosotros, por lo que empezamos a buscarte por toda la casa. Al principio creímos que estabas en tu cuarto haciendo la cama, después pensamos en que estabas limpiando el baño grande (que nos habíamos salteado dos veces en el cronograma de limpieza que la tía nos hizo), pero tampoco estabas allí. Seguimos buscándote por todos lados sin encontrarte hasta que nos dimos cuenta de que el único lugar de la casa donde podías haberte escondido era en el altillo. Con sólo tratar de adivinar los planes que tenías para nosotros, un gran bulto se dejó ver a través de mi malla. Matías se dio cuenta y riéndose me mostró que él también estaba igual. Entonces comenzamos a correr desde el cuarto donde estábamos hasta la escalera, que estaba detrás de la cocina, en una de las dependencias de servicio. Corrí con todas las fuerzas que pude y en la carrera escuché los pasos de Matías que me seguía de cerca. Llegué primero a la escalera pero cuando quise tomarme del pasamano, resbalé sobre un pequeño trozo de tela roja, cayendo torpemente y quedando tendido en el piso. Matías saltó ágilmente mi cuerpo desparramado en el piso y pude ver cómo subía y se perdía en la oscuridad del altillo. Con todas mis fuerza me incorporé y haciendo caso omiso del dolor que sentí en mi pierna derecha, subí los escalones de a dos para entrar en un ámbito en el que no se veía nada. Esperé un rato a que mi vista se acostumbrara pero fue en vano, sólo se distinguían unos pequeños destellos de luz que entraban por la persiana desencajada y que no eran suficientes para dejar ver nada en el lugar.
El altillo ocupaba todo el techo de los cuartos, es decir del travesaño de la T invertida, por lo que se extendía casi sin límites hacia los lados. Encontrarte ahí no sería nada fácil, pero sin perder tiempo comencé a tantear a mí alrededor reconociendo algunas de las cosas que había visto de día. Una tabla de planchar, el viejo escritorio de mi tío Lito, una bicicleta fija, eran las cosas que iba descubriendo en mi camino, cuando escuché un golpe y un gemido apagado. Era Matías que me llevaba unos metros de ventaja y que si seguía así, te iba a encontrar primero. Sigilosamente apuré mis pasos tratando de alcanzarlo y en eso estaba cuando escuché tu voz que venía desde la otra punta del altillo. Al principio no entendí bien qué decías por lo que me quedé estático esperando que lo dijeras de nuevo. Risas. Y otra vez dijiste lo mismo que antes, sólo que ahora pude entender. “Escondida Desnuda” habías sentenciado desde las sombras, y ahí comprendí que el trozo de tela sobre el cual había resbalado al subir no era otra cosa que tu bikini. Volvimos hasta la escalera y con Matías dejamos nuestras mallas al lado de la tuya. Fue la primera vez que lo vi totalmente desnudo y así pude comprobar lo que siempre había sospechado: Matías la tenía enorme.
Absorto con lo que acababa de ver, me quedé estancado en el lugar y otra vez Matías subió primero la escalera. Con pasos desmesurados subí detrás y pude tomarlo de un pie cuando ya estaba entrando en el altillo. Con algún esfuerzo pude saltar por encima y correr hacia el lugar donde creía que estabas. De nuevo mis ojos trataron de acostumbrarse a la oscuridad y de nuevo choqué contra todo lo que había en el lugar. Tuve que taparme la boca para no gritar cuando le pegué una patada a una mesa cruzada en el camino. Pero vos te diste cuenta y no pudiste aguantar la risa. Así me di cuenta hacia qué dirección tenía que dirigirme para encontrarte. No iba a ser fácil porque el lugar estaba plagado de objetos de todo tipo y porque Matías venía pisándome los talones. Mi estrategia sería la de hacer el menor ruido posible para no ahuyentarte ni delatar mi posición. De pronto no pude avanzar más porque algo, que me pareció el elástico de una cama vieja, se interpuso delante. Detrás de los alambres del catafalco escuchaba tu respiración. Estabas ahí, a unos centímetros, sentía tu aliento y no te podía tocar. Tendría que volver sobre mis pasos y encarar por otro lado. O quizás podría intentar desarmar el elástico y pasar a través de él. Y eso fue lo que comencé a hacer. “Voy a desarmarlo” te dije casi sin voz. “Apurate que ya viene Matías y yo quería hacerlo con vos”, me respondiste. Mis manos no daban más y creo que me lastimé un dedo tratando de desenredar los alambres del armazón. Al cabo de unos segundos pude hacer un agujero lo bastante grande como para pasar una mano y tratar de alcanzarte. Moví mi brazo en la oscuridad hasta dar con tu cara. Toqué tu boca, sentí la suavidad de tus labios, deslicé mis dedos por tu cuello. Mi respiración se agitaba cada vez más y vos te diste cuenta de eso. Con una mano te tocaba y con la otra trataba de desarmar los alambres del elástico. Mi mano siguió bajando hasta llegar a tocar tus senos y quise seguir bajando pero no pude. El tamaño del agujero en el alambre no me dejaba más espacio. “Voy a seguir desarmando”, dije. Y a eso estaba dedicado cuando escuché que algo pasaba del otro lado del alambrado. Matías había llegado antes que yo. Con todas mis fuerzas tiré de los últimos remaches que mantenían los alambres agarrados al marco y contorneando mi cuerpo pude deslizarme a través del agujero mientras oía tu risa y la respiración de mi contrincante. Del otro lado del elástico una rendija en la persiana dejaba entrar un rayo de luz proveniente de las luces de la calle. Así en la penumbra pude ver que estaban recostados en la alfombra, pero no podía distinguir dos cuerpos sino un solo bulto moviéndose, girando sobre sí mismo. El aire olía a sexo. Me acerqué dudando. Había llegado último y no sabía si ibas a querer estar conmigo. Tanteando en la oscuridad toqué lo que me pareció un glúteo. Rápidamente saqué la mano pensando que era el cuerpo de Matías, pero antes de retirarla completamente, otra mano tomó la mía y la hundió por completo entre esas nalgas. Yo estaba absorto. No sabía qué hacer. Quería tocar, besar, lamer, oler, todo al mismo tiempo. De pronto me encontré girando en un tumulto, sin saber dónde estaba arriba ni donde estaba abajo, sin saber quién era quién. Ni siquiera yo mismo. Sentía el hervir de mi sangre y una revolución que recorría por dentro cada una de mis células. Había manos que tocaban, manos que acariciaban, manos que apretaban. No sabía de quién era cada una. Pero no pensaba. Sólo disfrutaba. No había rincón de mi cuerpo que no sintiera algo. El contacto, los besos, las caricias, el olor a sexo y transpiración. Todo se sumaba. Era como si desde cada sector de piel llegara un chorro de energía que confluía ahí, justo en el centro de mi cuerpo, calentando hasta casi derretir la zona. Nunca había tenido una erección tan imponente. El miembro me dolía, parecía que iba a explotar en cualquier momento. Y la sensación fue aumentando más y más hasta que por fin explotó liberando esa tensión que se había acumulado. A Matías le pasó lo mismo un instante después y quedamos tirados en la alfombra, los tres amontonados. Vos propusiste ir a ducharnos y casi sin mirarnos te seguimos hasta el baño. El agua tibia nos sacó la vergüenza de vernos las caras después de lo que había pasado.
Repetimos la escena muchas veces más ese verano y creo que me enamoré perdidamente de vos. La prueba es que ya pasaron veinte años desde ese verano y nunca pude olvidar tu cara, tu boca, tus ojos, tu cuerpo, aunque no nos hayamos visto nunca más. Con nadie volví a sentir lo mismo que con vos y será por eso que ahora estoy escribiéndote esto, nervioso porque después de tanto tiempo, nos vamos a volver a ver.
|